domingo, 15 de febrero de 2009

Sin Adverbios de Tiempo (2008)

A David, porque fuimos adverbios.

Quiero estar contigo sin advervios de tiempo. Contigo, sin ahora ni siempre. Destruir el mañana, difuminar un ayer, quitar el tarde y que no queden jamás ni pronto. Dejar nunca invalidado. No volver a usar entonces, mientras o ya. Quizá sólo un anoche, pero no un ahora ni un aún, cuando, todavía, después. Quiero quererquererte, querertenerte sin adverbios de tiempo. Con otros advervios sí, pero no de estos. Echaré mano de esos otros , más cálidos, más tiernos, más reales, esos otrosacabados en mente. De modo que voy a quererquererte, querertenerte, quereramarte,
cálida-
rápida-
pausada-
directa-
adverbial-
mente.

Renacuajos en tu Estómago (2008)

Teníamos veinte años y confiábamos en los preservativos por encima de todo. Confiábamos en ellos en la medida en que nuestra vida, en cierto modo, dependía de esos globitos de plástico. A ojos cerrados los colocábamos en los penes de nuestros chicos, novios y amantes. Sin pensárnoslo dos veces, sin dudar ni una sola y desenrollando correctamente el plástico sobre el órgano eréctil. No pensábamos en el SIDA ni en la sífilis, sino en niños, en bebés que se desarrollan en medios acuáticos dentro de vientres como los nuestros. Porque si alguien nos hubiese preguntado qué era lo último que queríamos en esta vida habríamos contestado, sin duda, quedarnos embarazadas.
El rollo del condón era casi como aquel juego de niños en el que uno lleva la peste y trataba de contagiar a los demás. Todos los pequeños gritaban “me vacuno” y, automáticamente, quedaban fuera de peligro ante la epidemia. Un trocito de látex-acumula-semen era el “me vacuno” de los niñitos que crecen dentro. No saldrían cositas con brazos y piernas de nuestras vaginas, no señor.

Al poco de acabar la época de exámenes alguien comenzó a lloriquear en los aseos de la facultad. Al principio no sabíamos de quién se trataba, sólo oíamos salir los gemidos de detrás de la tercera puerta y nos preguntábamos quién podría estar ahí otra vez gimoteando. No pasó mucho tiempo hasta darnos cuenta de que una de esas tantas chicas con las que nunca habíamos hablado siempre llegaba a clase con los ojos hinchados y llorosos. De modo que era ella la llorona de los lavabos.

Seguramente hubiera sido mejor no haberlo sabido nunca, lo cual también habría resultado imposible. En seguida comenzamos a pegar la oreja a ver si nos enterábamos de porqué la muchacha se marchitaba un día tras otro en los lavabos. Sus amigas no tardaron en dejar caer la piedra: estaba embarazada. Había decidido tenerlo, pero eso no le impedía pasarse el día llorando. Estaba en su derecho, después de todo, ¿cuál de nosotras no lloraría? Respiramos aliviadas. A nosotras no nos pasaría, jamás. Nosotras éramos las señoritas del plástico y llevábamos condones y barra de labios en cada da uno de nuestros bolsos y mochilas de viaje. Ningún pene desvestido entraría en nuestro cuerpo, no señor. Y, si alguno lo hacía o lo había hecho, había sido un pene lo suficientemente conocido como para que nosotras, señoritas modernas donde las haya, hubiésemos decidido poner otras barreras –anticonceptivos varios- para tal efecto. Así que estábamos salvadas.

¿Cómo podía haber sido tan imbécil aquella chica? ¿Cómo podía haber hecho una gilipollez como aquella? En la vida habíamos cruzado más de tres palabras con ella, pero cuando levantaba la mano para preguntar en clase sus pregunta solían ser interesantes y su vocabulario variado. Sabíamos que leía a Oscar Wilde y a Raymond Carver porque más de una vez se le habían caído los libros de las manos o el pupitre y se los habíamos alcanzado si pasábamos por allí. Era una tía lista, no había duda, con unas converse rojas y un chico mono con moto que venía a recogerla a la salida. ¿Cómo podía haber dejado que le pasase aquello?

Crecieron los rumores al tiempo que su barriga. Al parecer el padre no podía ser sino el chico aquel que venía en moto. Eran una bonita pareja, así que el niño debería salir también mono. Pero a nosotras quién fuera el padre y cómo fuesen a mezclarse sus genes nos traía sin cuidado. El cómo se había quedado embarazada lo teníamos bastante claro y lo desaprobábamos con toda nuestra alma. Luego sus amigas, que intentaban no hablar demasiado del tema, comenzaron a difundir que ella juraba que jamás lo había hecho sin condón. Que JAMÁS lo había hecho SIN condón. En ese punto de la historia fue cuando empezó a cundir el pánico. De modo que ese niño era fruto de la estadística, de la estadística del error para ser exactos. Un 99% de seguridad ofrecida por el trocito de plástico. Un 99%. Lo que nos deja ese solo, mínimo, ínfimo, improbable 1% de posibilidades de concepción. Pero existía. De modo que existía. Ese uno por ciento no sólo era una leyenda de porcentajes en anticonceptivos. Las posibilidades de embarazo existían y se materializaban. Lo peor de todo, se materializaban.

Dejó de ir a clase cuando ya era más que evidente su estado de preñez. La veías pasear por los pasillos con su barriga y sus carpetas. Al parecer alguien había decidido dejarles un pisito a ella y a su chico para que vivieran juntos y cuidaran al bebé. No era el futuro que habían imaginado pero no pareció desagradarles demasiado. Ella dejó de llorar y él empezó a ir a recogerla en coche en lugar de en moto.

Por nuestra parte, nosotras comenzamos nuestro suplicio particular. Temiendo que ese uno por ciento pudiese atacarnos tal y como había hecho con aquella chica. Esperábamos con temor nuestros días de regla, exasperándonos y poniéndonos de los nervios si no llegaban. Gastamos montones de dinero en test de embarazo que se tornaban del color esperado cada vez que orinábamos sobre ellos. Nuestros chicos nos abrazaban o temblaban a la par que nosotras. Ellos también tenían miedo. Les daba pavor el imaginarse acunando a una personita pequeña entre sus brazos. Cuando en un intento de desentenderse del asunto nos decían cosas tales como “no estoy preparado para ser padre” los odiábamos y les escupíamos a la cara. ¿Es que acaso estábamos preparadas nosotras? No se nos retrasaba la regla por nuestra propia voluntad, joder, no. Nosotras queríamos que nos viniese todos los meses. Puntualmente. Hubiésemos querido tenerla permanentemente si eso hubiese garantizado que no estábamos preñadas.

La sola idea del embarazo nos daba arcadas. A alguna se le ocurrió decir que debía ser como tener renacuajos en el estómago. Renacuajos en el estómago. Algo nadando en tu interior, creciendo y desarrollándose ahí dentro. Algo con brazos y con piernas. Con una boca y una nariz. Un pequeño, algo más pequeño que los que corren por el parque. Y luego él salía de ahí dentro para llorar ahí fuera. Lloraría y nos tiraría la papilla a la cara y, bueno, nosotras no teníamos nada en contra de la reproducción ni de la infancia, algunas incluso querían en un futuro ser madres, pero teníamos veinte años y pensar en un embarazo nos daba poco menos que dolor de cabeza.

La neurosis colectiva no nos hizo renunciar por nada del mundo al sexo. Estábamos dispuestas a sufrir, a enloquecer, a dudar, pero no a dejar de follar. Eso por nada del mundo. Así que seguimos haciéndolo como si tal cosa. Con los corazones un poco más asustados después de que ella volviese a la universidad y su chico fuese a recogerla en un coche con sillita de bebé.

Poco a poco dejamos de pensar en ello. El uno por ciento dejó de existir para nosotras y nos concentramos fijamente en el noventa y nueve por ciento restante. Nos entregamos al sexo joven y sin aditivos, por favor. Cada fin de semana, cada jueves por la noche. Cada día que hubiese hueco o sin haberlo. En cualquier lugar en el que pudiésemos ocultar nuestro cuerpo mínimamente. Teníamos veinte años y confiábamos en los preservativos por encima de todo.

J´ai mal de toi (Piensa en mí) (2008)

Piensa en mí todo el tiempo.
Si quieres, o no te ves capacitado, no es necesario que pienses intensamente en mí en el trabajo. Conduciendo sí, pero no con tanto ardor como para no distinguir el color de los semáforos o no ver a los peatones.
Piensa en mí al llegar a casa. Al abrir la puerta, al poner el primer pie en el rellano. Acuérdate de mis ojos mirándote, de mis pasos delante de los tuyos. Sube las escaleras y repasa mi nombre con cuidado. Acaricia mis vocales, separa mis sílabas.

No me mezcles con la técnica, no me desperdicies con el arte. No pintes retratos con mi rostro no vaya a ser que tu mente se olvide de mí un solo segundo para prestar en su lugar más atención al trazo, al color del lápiz, a ese acorde de esa canción a la que pusiste mi nombre.

Piensa en mí con ahínco, con absoluta dedicación cuando te pongas a ello. Siéntate en la silla, mira a la pared y piensa en mí a tiempo completo. No te despistes ni un segundo, no dejes que tu mente se aparte de mi persona.
No pienses en nada nunca, piensa solo, plenamente en mí.
Piensa en mí todo el tiempo y, cuando me veas, no te olvides de que en verdad me has imaginado.

La Amante Gramática (2008)

Lo sé: nunca he estado con un hombre que supiese poner las tildes correctamente. Si bien es cierto que nunca por defecto, siempre por exceso: piés, ti, ti, ti. Al menos sabían dónde estaba el acento, que no el uso correcto de la tilde.
La colocación de las tildes me parece más un detalle estético y caprichoso que algo realmente funcional. Sí, podría amár a álguien que escribiése siémpre de éste módo.
El caso al que nos enfrentamos ahora es arto distinto. No se trata ya de asuntos banales como la tilde, sino de pausas vitales tales como puntos y comas. Nunca le pediré a un hombre –ni a nadie- que conozca y maneje el uso del punto y coma. Pero la dicotomía entre coma y punto me parece tan fundamental que estoy segura podría desenamorarme de repente por una oración mal puntuada. Véase, por ejemplo, la siguiente: Estoy haciendo la cama, amor, llámame cuando acabes.
Una maldita conjunción podría haberlo salvado. Mucho más fácil era el punto. Cama punto, amor coma.
Al menos hay una coma después del vocativo.
Quizá eso
te salva.

El Chico que se Parecía a Mucha Gente (2008)

Érase una vez un chico que se parecía a mucha gente. El chico que se parecía a mucha gente se parecía, en efecto, a mucha, mucha, mucha gente. Era un chico guapo, sin duda. Un joven apuesto de cabello más o menos revuelto, facciones de ángel y mirada simpática. ¿Atractivo? Sí, el chico que se parecía a mucha gente era lo que se dice bien parecido.
El problema de su belleza radicaba en el gran parecido que todo el mundo le encontraba con alguien. Y es que el chico que se parecía a mucha gente se parecía, quizá, a demasiada gente. Los hombres a los que se parecía eran menos o tan guapos como él. No es que su rostro tuviera nada de vulgar, sólo que estaba hecho de un tipo de belleza del que puede que muchos estén hechos; como si Dios hubiera producido en cadena una centena de muchachos guapos siguiendo patrones parecidos, recayendo la retahíla de los “te pareces a” precisamente sobre él.
El chico que se parecía a mucha gente se parecía a dos cantantes de moda, tres actores hollywodienses, un camarero de Barcelona, al vecino del segundo de Helena, al primo de María y el ex novio de Magda, por señalar aquí tan sólo algunos.
Enamorarse de él era mucho más fácil que de cualquier otra persona. Una vez en tu campo de visión sólo tenías que ajustar su rostro al correspondiente por semejanza que viniera a tu mente, configurar una serie de similitudes dentro del campo psicológico y… voilà! El chico que se parecía a mucha gente se adueñaba de tu mente y de tu corazón sin necesidad de haber hablado siquiera con él. Muchas –y muchos-, así lo hicieron. Le inculcaron los caracteres de su actor favorito, la voz melódica del cantante que les gustaba, las apetencias sexuales de los famosos que aparecían en sus sueños eróticos, etcétera, etcétera. Entrarle no era difícil porque lo familiar de su cara provocaba en seguida confianza. Un par de cervezas, algo de conversación… Nunca la suficiente como para darse cuenta de que el chico que se parecía a mucha gente no era en realidad esa otra gente a la que creían que se parecía.
Muchas de sus relaciones habían comenzado con el “Perdona, pero me recuerdas a…”. Todas acabaron peor que empezaron. No era culpa suya, desde luego que no. Él era él, pese a recordar o parecerse a mucha gente. No era ese cantante, actor o director de cine. No era el vecino de Helena, el camarero de Barcelona ni el ex de Magda. Pero de eso nadie parecía darse cuenta. “Pero es que tú eres así”, le decían a veces. No, él no era así. Ellos querían que fuera así, pero no lo era. Los que eran así eran otros, no él. Él sólo se les parecía físicamente, tan sólo eso.
Al principio de los tiempos, cuando era un adolescente con rasgos en formación, no podía negar el hecho de que le hiciera cierta gracia lo de parecerse a unos cuantos famosos y guapos. Su éxito adolescente con las chicas se basó en buena parte en eso. Supo aprovechar los parecidos, sacarles partido y obtener de ese modo ligues cientos. El actor más cotizado de la pantalla, al que él recordaba a las quinceañeras, de seguro no había tenido tanto éxito entre las féminas como su alterego.
Como era de esperar, acabó por hartarse de recordar siempre a otras personas. Hubiera jurado que “oye, te pareces a…”, o bien “me recuerdas a ….” y el sinónimo “le das un aire a…” habían sido las tres expresiones más oídas de su existencia. Llegados a la mitad de su veintena ya había hecho todo lo posible por acabar con los parecidos. Cambiar de peinado, de estilo de ropa, incluso pretender controlar sus gestos de modo que resultaran lo más inexpresivos posible, fueron algunos de sus intentos frustrados para dejar de ser el chico que se parecía a mucha gente.
No es que el chico que se parecía a mucha gente no quisiera parecerse a nadie, era simplemente ya no podía aguantarlo. Pasaba horas frente al espejo y revistas de moda dedicándose con ahínco a la tarea de no parecerse a nadie. “A nadie, nadie más. Nunca más”, se había dicho. Pese a sus esfuerzos, nada resultó. Aparecieron escritores, bomberos, guitarristas, directores de cine e incluso jóvenes boxeadores que guardaban cierta semejanza con él. Su desesperación crecía, sus parecidos no mermaban. Su mayor agonía fue el llegar a soñar con una habitación llena de gente donde todos tenían su cara y decían repetidamente: “Te pareces a mí, te pareces a mí”.
Una mañana, con la angustia del sueño aún pegada en las legañas y el “te pareces a mí” mezclado con la cera de sus oídos, decidió poner fin a su tortura. El chico que se parecía a mucha gente cogió el tazón de porcelana del desayuno. Lo tiró al suelo. Tomó uno de los pedazos y se dedicó a destrozarse la cara. “¿A quién me pareceré mientras hago esto?”, musitó con una sonrisa mientras la sangre caía por la porcelana. Él mismo fue al hospital, inventó una buena excusa para no alarmar al personal sanitario. La mayoría de los cortes desaparecieron sin dejar marca, pero la cicatriz de la primera herida, la que recorría su perfil derecho de arriba abajo, no desapareció nunca. Era una cicatriz fea, repugnante. Como suelen serlo las cicatrices en la vida real, no como esas que salen en las películas. La cicatriz desconfiguró su belleza y borró similitudes, se llevó las frases que tanto había oído y detestado. Así voló, por fin, la pesadilla.
Vivió feliz y con gusto bastante tiempo, sin preocuparse por no parecerse o dejársele de parecer a nadie porque ya, simplemente, resultaba imposible. Todo fue bien hasta que una noche un tipo borracho lo señaló riendo y soltó: “Tío, con esa cicatriz te pareces a Freddie Krueger.”