Érase una vez un chico que se parecía a mucha gente. El chico que se parecía a mucha gente se parecía, en efecto, a mucha, mucha, mucha gente. Era un chico guapo, sin duda. Un joven apuesto de cabello más o menos revuelto, facciones de ángel y mirada simpática. ¿Atractivo? Sí, el chico que se parecía a mucha gente era lo que se dice bien parecido.
El problema de su belleza radicaba en el gran parecido que todo el mundo le encontraba con alguien. Y es que el chico que se parecía a mucha gente se parecía, quizá, a demasiada gente. Los hombres a los que se parecía eran menos o tan guapos como él. No es que su rostro tuviera nada de vulgar, sólo que estaba hecho de un tipo de belleza del que puede que muchos estén hechos; como si Dios hubiera producido en cadena una centena de muchachos guapos siguiendo patrones parecidos, recayendo la retahíla de los “te pareces a” precisamente sobre él.
El chico que se parecía a mucha gente se parecía a dos cantantes de moda, tres actores hollywodienses, un camarero de Barcelona, al vecino del segundo de Helena, al primo de María y el ex novio de Magda, por señalar aquí tan sólo algunos.
Enamorarse de él era mucho más fácil que de cualquier otra persona. Una vez en tu campo de visión sólo tenías que ajustar su rostro al correspondiente por semejanza que viniera a tu mente, configurar una serie de similitudes dentro del campo psicológico y… voilà! El chico que se parecía a mucha gente se adueñaba de tu mente y de tu corazón sin necesidad de haber hablado siquiera con él. Muchas –y muchos-, así lo hicieron. Le inculcaron los caracteres de su actor favorito, la voz melódica del cantante que les gustaba, las apetencias sexuales de los famosos que aparecían en sus sueños eróticos, etcétera, etcétera. Entrarle no era difícil porque lo familiar de su cara provocaba en seguida confianza. Un par de cervezas, algo de conversación… Nunca la suficiente como para darse cuenta de que el chico que se parecía a mucha gente no era en realidad esa otra gente a la que creían que se parecía.
Muchas de sus relaciones habían comenzado con el “Perdona, pero me recuerdas a…”. Todas acabaron peor que empezaron. No era culpa suya, desde luego que no. Él era él, pese a recordar o parecerse a mucha gente. No era ese cantante, actor o director de cine. No era el vecino de Helena, el camarero de Barcelona ni el ex de Magda. Pero de eso nadie parecía darse cuenta. “Pero es que tú eres así”, le decían a veces. No, él no era así. Ellos querían que fuera así, pero no lo era. Los que eran así eran otros, no él. Él sólo se les parecía físicamente, tan sólo eso.
Al principio de los tiempos, cuando era un adolescente con rasgos en formación, no podía negar el hecho de que le hiciera cierta gracia lo de parecerse a unos cuantos famosos y guapos. Su éxito adolescente con las chicas se basó en buena parte en eso. Supo aprovechar los parecidos, sacarles partido y obtener de ese modo ligues cientos. El actor más cotizado de la pantalla, al que él recordaba a las quinceañeras, de seguro no había tenido tanto éxito entre las féminas como su alterego.
Como era de esperar, acabó por hartarse de recordar siempre a otras personas. Hubiera jurado que “oye, te pareces a…”, o bien “me recuerdas a ….” y el sinónimo “le das un aire a…” habían sido las tres expresiones más oídas de su existencia. Llegados a la mitad de su veintena ya había hecho todo lo posible por acabar con los parecidos. Cambiar de peinado, de estilo de ropa, incluso pretender controlar sus gestos de modo que resultaran lo más inexpresivos posible, fueron algunos de sus intentos frustrados para dejar de ser el chico que se parecía a mucha gente.
No es que el chico que se parecía a mucha gente no quisiera parecerse a nadie, era simplemente ya no podía aguantarlo. Pasaba horas frente al espejo y revistas de moda dedicándose con ahínco a la tarea de no parecerse a nadie. “A nadie, nadie más. Nunca más”, se había dicho. Pese a sus esfuerzos, nada resultó. Aparecieron escritores, bomberos, guitarristas, directores de cine e incluso jóvenes boxeadores que guardaban cierta semejanza con él. Su desesperación crecía, sus parecidos no mermaban. Su mayor agonía fue el llegar a soñar con una habitación llena de gente donde todos tenían su cara y decían repetidamente: “Te pareces a mí, te pareces a mí”.
Una mañana, con la angustia del sueño aún pegada en las legañas y el “te pareces a mí” mezclado con la cera de sus oídos, decidió poner fin a su tortura. El chico que se parecía a mucha gente cogió el tazón de porcelana del desayuno. Lo tiró al suelo. Tomó uno de los pedazos y se dedicó a destrozarse la cara. “¿A quién me pareceré mientras hago esto?”, musitó con una sonrisa mientras la sangre caía por la porcelana. Él mismo fue al hospital, inventó una buena excusa para no alarmar al personal sanitario. La mayoría de los cortes desaparecieron sin dejar marca, pero la cicatriz de la primera herida, la que recorría su perfil derecho de arriba abajo, no desapareció nunca. Era una cicatriz fea, repugnante. Como suelen serlo las cicatrices en la vida real, no como esas que salen en las películas. La cicatriz desconfiguró su belleza y borró similitudes, se llevó las frases que tanto había oído y detestado. Así voló, por fin, la pesadilla.
Vivió feliz y con gusto bastante tiempo, sin preocuparse por no parecerse o dejársele de parecer a nadie porque ya, simplemente, resultaba imposible. Todo fue bien hasta que una noche un tipo borracho lo señaló riendo y soltó: “Tío, con esa cicatriz te pareces a Freddie Krueger.”
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