(cómo empecé a encargarme personalmente de la colada de la ropa de cama)
Por aquella época yo tenía una novia pelirroja, que ella fuera pelirroja era realmente un problema. Tía Natalia podía entender que la chica se tumbara en mi cama para descansar inocentemente cuando la traía a casa, ese hecho explicaba la presencia de los longitudinales cabellos pelirrojos que quedaban sobre mi almohada. Lo que ella no podía o, más bien, no quería tolerar, era la presencia de esos otros, juguetones y rizados, pelitos pelirrojos provenientes de cierta parte de su anatomía que delataban que entre aquellas sábanas había habido algo más de lo que permitían los pensamientos puritanos de mi tía.
Tras las endemoniadas escenas de tía Natalia gritando al encontrar pelitos rizados entre mis sábanas, acabé por decirme a encargarme personalmente de la colada de mi ropa de cama. Al principio sabía controlarlo, cambiaba las sábanas una vez por semana, las metía en la destartalada lavadora durante treinta minutos con un poco de detergente, las tendía y las planchaba. Lo primero que dejé de hacer, visto la inutilidad del asunto, fue lo de la plancha. ¿Qué absurda necesidad siente la gente de planchar las sábanas? Total, no van a durar planchaditas ni una noche, se arrugarán en cuanto te acuestes. Además, de eso de arrugar las sábanas ya nos encargábamos la pelirrojita y yo con premura.
En casa sólo había un par de juegos de sábanas para mi cama. Eso era también un problema, muchas veces, por vagancia o dejadez, tiraba las sábanas sucias en un rincón del patio sin hacer el ánimo de llevar a cabo el sacrificado acto de introducirlas en la lavadora, verter un poco de detergente en el cajoncito, pulsar un mísero botón y poner el programador para que giraran durante media hora. Así que era bastante frecuente que cuando mi pelirrojita pasara a verme las sábanas estuvieran para cambiar y el otro juego arrumbado en el patio, a la espera de que me llegara la iluminación y me decidiese a meterlas en la lavadora. En estas ocasiones optaba por cortar por lo sano: desvestía la cama y arrojaba las sábanas junto a las otras, en lista de espera para el lavado. Era una gloria estar sobre el colchón desnudo junto a ella.
Cuando tomé la decisión de encargarme yo mismo del lavado, tía Natalia cogió la fea costumbre de hacerme la cama mientras yo desayunaba, usando como excusa el que no llegara tarde a donde quiera que fuera a desperdiciar las mañanas. Este supuesto acto de bondad no le servía sino para cerciorarse de si mi novieta y yo seguíamos montándonoslo en su santo hogar. Dados los buenos resultados que me estaba dando el despojar la cama de toda sábana, determiné que lo más cómodo sería proceder del mismo modo cada vez que ella apareciera. Así bastaría con deshacerla cuando la chica llegara y rehacerla cuando se marchase.
Para el contento de tía Natalia, no volvió a haber rastro alguno de pelitos rojos en mis sábanas. Tan alegre estaba al creer que su sobrinito había retornado al buen y casto camino en el que ella decía haberlo educado, que incluso me cocinaba cada dos por tres tortas de hojaldre y me instaba a que invitase a mi chica a tomar el té con ella alguna tarde.
Los problemas llegaron al tiempo que el invierno. El frío helaba la cola de los gatos en la aquella parte del pueblo. las casas no eran demasiado nuevas y la caldera estaba más días estropeada que funcionando. Era imposible no sentir escalofríos al desnudarnos en mi cuarto, el encuentro del cuerpo del otro entre unas gruesas sábanas de franela era un paraíso soñado. Claro, que si dejaba las sábanas puestas corría el riesgo de que los pelitos volvieran a dejar su rastro. Pensé que bastaría con dejar un par de mantas, de modo que quité las sábanas para su posterior reposición.
Ese calor de invierno fue maravilloso durante un par de días, estoy seguro de que abríamos muerto abrasados de haber funcionado la calefacción. Para nuestra desdicha, los nuestros encuentros invernales se complicaron tras la noche de reyes. Tía Natalia, tan pródiga ella en regalos y excesos en las fiestas navideñas, se propuso superar el regalo del año pasado, ¿cómo ofrendarme con algo mejor que los ultra-maravillosos calcetines de lana rasposa colorados del año anterior? Yo también pensaba que un regalo así era insuperable, pero no, podía superarse y con creces. Ese año mi tiíta estaba dispuesta a tirar la casa por la ventana: una magnífica manta de lana rasposa colorada a juego con los malditos calcetines. Gracias tía, tú sí que sabes qué es lo que les gusta a los chicos.
Por muy capullo que la gente crea que soy, no me gusta en absoluto andar hiriendo a la gente que se preocupa por mí, y si mi tía me regala unos jodidos calcetines espantosos, sonrío; y si al año que siguiente se le ocurre la genialidad de que mi regalo sea una asquerosa manta, pues también sonrío y digo “gracias tita”, para que vea que la aprecio, pese a que por dentro esté cagándome en el primer hombre o mujer al que se le ocurrió fabricar prendas textiles con pelos de oveja. De modo que sonreí a mi tía, le di las gracias por tan estupendo regalo y la ayudé a llevar al contenedor las andrajosas mantas de mi cama.
Al día siguiente, aprovechando la salida de tía Natalia a casa de no se qué parientes, mi pelirrojita y yo nos dedicamos al estreno, uso y disfrute, de mi regalo de reyes. A ella, de familia un poco más normal y completa que la mía, le habían regalado una camisola con puntillas que estrenó ese mismo día. La encontré tan condenadamente bonita que no tuve más remedio que quitarle la camisola y acabar como ya se preveía: arrancando las sábanas y enredándonos entre la manta de mi tía. Con tanto traqueteo la espalda de ella no hacía más que rozarse con la maldita manta. La cosa fue bien durante los primeros minutos, pero luego su espalda comenzó a irritarse por culpa del roce con la lana, provocándole una urticaria que le dejó la piel más colorada que la manta misma.
Su espalda acabó tan mal parada que incluso tuve que ir a buscar la crema de flores de mi tía para paliar el escozor y que pudiera volver a ponerse la camisola. Tras esto estuve un par de días sin verla, incluso creí haberla perdido por culpa de la maldita manta. Fui a verla a su casa y me enteré de que estaba guardando reposo tumbada boca abajo para que se le curara la horrible irritación. Al parecer, su epidermis era hipersensible al contacto de ciertos tejidos, irritándose descomunalmente con sólo tocarlos y cuya fricción durante tiempo prolongado podía producirle incluso quemaduras en la piel.
No recuerdo qué bola me contó que le había echado a sus padres para ocultar la verdadera causa de su irritación epidérmica. Ellos eran de esas personas sonrientes que pondrían la mano en el fuego por cualquiera de sus hijos, les compraban bonitos regalos de navidad y los abrazaban mucho. Tenían aquella casa estupenda llena de cojines y de cuadros, el lugar ideal para hacer el amor entre sábanas de algodón sin tener que quitarlas. La pega era que la casa también estaba llena de gente todo el tiempo: hermanitos, abuela, abuelito, gata, gatito… con lo cual los escarceos amorosos quedaban restringidos a mi dulce y patético hogar, sin sábanas pero con mantas asesinas.
Continué visitándola los días siguientes para llevarle flores. A ella le gustaron tanto mis románticas y castas visitas que, en cuanto estuvo recuperada, fue a visitarme con su camisola nueva aprovechando otra ausencia de mi tía. Al verme hacer amago de ir a quitar las sábanas me detuvo.
-¿Qué haces?, ¿no recuerdas cómo acabó mi espalda?
-Tranquila, Quitaré la manta también.
-¿Estás loco? ¡Nos moriríamos de frío!
-¡Já! ¿Qué se le ocurre a la señorita que haga?
-Deja las sábanas, ¿por qué esa estúpida manía de quitar siempre las sábanas?
Nos han jodido, ¿cómo le explicas a una tía que no quieres que tu tía vuelva a darte el coñazo con la moralidad y el matrimonio?
-Oye, oye, no voy a dejar las sábanas.
-¿Por qué?, ¿acaso están sucias?
-Es que no me mola hacerlo con sábanas.
-Pues tú dirás, porque yo sin sábanas no me meto ahí. ¿O es que te importan más tus extrañas manías sexuales que mi espalda?-Ya estaba, armas de fogueo, cuando ven que te tienen acorralado comienzan a afilarse las uñas con el filo de tus propios dientes.
-Está bien, métete con sábanas. Me las apañaré cómo pueda.
-Vengo limpita, ¿sabes? No hace falta que las fumigues después de esto.-Mierda, ¿no podía hacer el favor de desnudarse y callarse de una vez?
-Nena…
-¿Sabes lo que te digo? Que me largo a mi casa, allí al menos puedo meterme en mi cama con sábanas.- Claro, con sábanas, pero sola, ¿o es que no notaba la diferencia? -Nena, nena, no saquemos esto de madre, ¿vale?
Un beso en el cuello. Una mano sobre los botones de la camisola. Bingo.
A la mañana siguiente Tía Natalia, continuando con su tradición para sobrinos malcriados, se dispuso a hacerme la cama. Sabía que la tarde antes había estado con ella allí porque nos la habíamos encontrado por el camino cuando acompañaba a la chica de vuelta a casa.
-Tita, no hagas la cama. En cuanto acabe la haré yo.
-Pero si ya sabes que a mí no me cuesta nada.
-En serio, dedícate a otras cosas, que ya soy mayorcito para que me andes haciendo la cama.- Solté mientras pensaba “Seguro, tú lo que quieres es cotillear a ver de qué color son los pelitos enganchados a la tela!”
-Pero si eres mi sobrino favorito.
-Y el único.
-Pero si tuviera más también lo serías.
-Tita…
-Deja de dar la lata y acaba de desayunar. Yo me encargo de tu cama.
Punto en boca. No intentes llevarle la contraria, sólo quedaba rezar para que no encontrar nada que echarme en cara.
-¡Pero, pero…
Caput, castrado.
-¿Pero qué, tita?- La mitad de sus frases malditas empezaban con pero.
-Pero ya te dije qué… ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Has vuelto a… a…!- Tartamudea exquisitamente bien, todo hay que decirlo.
-¿A qué, tita?
-A esa cosa horrible con esa chica.
-No es tan horrible… Ya somos mayorcitos…
-¡Sí que lo es! Y mientras vivas en esta casa no quiero ver ni un solo pelo que no te pertenezca entre las sábanas, ¿entendiste? ¡Ni uno solo!
-Sí, tita.
-Ahora acaba el desayuno y me pones esos pantalones en el cesto para remendar que da pena verte con esas fachas.
-Enseguida, tita.
Me impuse un par de semanas de castidad para recuperar la confianza de mi señora tía. A la pelirroja le dije que sentía algo extraño en el estómago que me provocaba náuseas constantes. Fue algo realmente insufrible, la chica estaba tan agradecida por haberla ido a ver durante su reposo que sintió la obligación de hacer lo mismo. Cada santa tarde se plantaba en mi casa, estuviera o no estuviera mi tía. Si estaba no había ningún problema, uno refrena perfectamente cualquier instinto sexual con la cercanía de los parientes. Lo malo era cuando no estaba y mi pelirrojita comenzaba a besuquearme inocentemente en las mejillas para que me repusiera pronto.
Tras dos exitosas semanas de tristes pajas en el cuarto de baño, le dije a mi tía que la veía muy liada con todos sus asuntos, y encima tener que ocuparse de mí y de la casa… Al fin y al cabo yo no hacía gran cosa durante el día, vagaba de un sitio a otro haciendo trabajillos, así que… ¿podría ayudarla en las tareas del hogar? Al principio se opuso, cómo no, pero pronto cedió al darse cuenta de que mi proposición no se limitaba a ocuparme de la colada de MIS sábanas en particular, sino que incluía la colada de la ropa de cama de toda la casa y la limpieza de los cuartos de baño. Con propósitos así se convence a cualquiera.
Como viene siendo habitual en mi vida, al principio todo iba más o menos bien. Ponía la lavadora con las sábanas sucias una vez por semana y limpiaba los baños a días alternos. Al duro episodio semanal de poner las sábanas en la lavadora, verter el detergente en el cajoncito, pulsar un botón y poner en marcha el programador para que el lavado durara media hora justa, se añadía ahora la infernal obligación de cargar con el limpia cristales, la lejía, los paños y el estropajo, empapar un paño con limpia cristales, pasarlo por el espejo con cuidado, sin que queden restregones, fregar con lejía los lavabos, sin salpicar, aclarando bien que no queden olores, y, por último, lo más desagradable de todo, empapar el estropajo de lejía y frotar, pero frotar bien, con ahínco, la taza del váter. Nótese que en la casa teníamos dos cuartos de baño, uno que utilizaba mi tía y otro para mí, con lo cual estas encantadoras actividades quedaban multiplicadas por dos.
Durante un par de semanas luché por esta causa que creía tan justa. Limpié con tesón e incluso planché las sábanas antes de ponerlas, hasta llegué a perfumar los lavabos con aroma de espliego en un par de ocasiones. Luego me cansé, al igual que me había pasado con tantas otras cosas antes, como con los estudios, los trabajos, los programas de televisión, las canciones de moda o los pantalones ajustados. Me harté de frotar, del olor a lejía, de pasar la condenada plancha por cada arruguita, de echar chorretes de limpia-cristales en los espejos y hasta de girar la rula del programador para que el lavado durara treinta minutos exactos.
Como he dicho, mi causa era justa. ¿Quién no lucharía por no tener que oír protestar nunca, nunca más en materia de pelos a alguien como mi tía? De modo que sabía que no podía abandonar del todo las actividades de las que había prometido hacerme cargo. Mi plan era el siguiente: limpiaría el cuarto de baño de mi tía y limpiaría sus sábanas puntualmente, mientras que mis sábanas y mi lavabo quedarían subordinadas a mi apetencia.
Por desgracia, no soy una persona a la que suela apetecerle con frecuencia dedicarse a las labores del hogar, lo que unido a mi gran capacidad para la vagancia hizo que mis sábanas y mi lavabo se convirtieran en criaderos de roña antes de que pudiera darme cuenta. Para eso de la mugre la pelirrojita sí que tenía ojo, y comenzó a soltar sus comentarios mordaces con premura. “¿Puedo usar tu lavabo?” “Claro, te espero.” Típico en ella antes de perdernos en mi cama. “Tío, qué asco. ¿Cuánto hace que no friegas esto?” “¿Qué no friego el qué?” “El váter, está que da pena…” “Vamos, no es para tanto…” “Sí, sí que lo es. Es una auténtica porquería.” Por su cara tono se notaba que no le hacía ni pizca de gracia que hubiera algunas manchitas resecas en la porcelana blanca. “Venga, acaba de una vez y ven.”
Cuando regresó llevaba tal cara nauseabunda que no me extrañó que me dijera: “Oye, dejémoslo. Me ha quitado las ganas tu asqueroso lavabo. Mañana, ¿de acuerdo? Y límpialo, no seas cerdo.” A partir de aquél día la obligué a utilizar el impoluto aseo de Tía Natalia.
“Sniff, sniff..” La pelirrojita olfateaba entre mis sábanas. “¿Qué es eso que huele tan mal?” Ya empezaba, ¿por qué no hacía el favor de concentrarse y dejaba los olores para cuando hubiésemos terminado? “¿El qué? Yo no huelo nada.” Hice un intento de reanudar la pasión. “¡Ag! Es repugnante. Como si tuvieras ratas muertas debajo de la cama”. “No tengo ratas muertas debajo de la cama”. “Mejor dejémoslo por hoy, este maldito olor no me deja seguir.”Inconsciente de mí, juro que tenía intención de ponerme a limpiar, sobre todo después de la escenita última de la cama, una cosa así hay que hacer lo que sea para salvarla, pero… quitar las sábanas, meterlas en la lavadora, poner detergente en el cajoncito, poner en marcha el programador, esperar treinta minutos, tenderlas, recogerlas, plancharlas, volver a hacer la cama… hay cosas para las que uno no ha nacido.
La siguiente vez no le fue necesario ni olfatear, fue entrar en las sábanas y encontrarse un... ¿¡un pelo?! “¿Qué es esto?” Soltó escandalizada. “Un pelo”. “Ya sé que es un pelo, pero ¿de quién?” “Mío, evidentemente. No es rojizo, así que es mío.” “Podías tomarte la molestia de cambiar las sábanas.” “Ya.” “¿No cambias las sábanas nunca? Esto huele a rancio.” “Qué va a oler a rancio.” “Huele a rancio. Y ahí manchas por todas partes.” “¿Voy a tener yo la culpa de todas las manchas de este mundo?” “De estas te aseguro que sí”. Silencio. A veces callarse funciona. Debía tener bastantes ganas, porque ignora toda la porquería y seguimos a lo nuestro. Sin embargo, creo escuchar un “guarro” bajito mientras se viste.
“Sniff, sniff…” Olfateando de nuevo. Me abalanzo sobre su boca antes de que pueda abrirla. Se separa de mí. “¿A qué demonios huele esto?” “A ti.” Mierda, mierda, ¡MIERDA! Maldito intento de romanticismo. La bofetada es instantánea.
Por supuesto que no volví a ver a la pelirrojita después de esto. Tampoco me quedaron ganas, me había dejado la cara bien señalada. Además, ya estaba harto de sus escenitas con los olores y de tener que repetir el ritual de lavar las sábanas de mi tía y su lavabo sólo para guardar las apariencias. Tampoco era una gran chica, guapa, sí, con pelitos rojos la mar de simpáticos, aunque demasiado fastidiosos a la hora de la verdad.
Cuando me dejó hice un poco el paripé y le hice saber a mi tía que me había dejado. No recuerdo qué bola le eché sobre el porqué de la separación, como veis no tengo buena mano recordando mentiras. Me encerré un par de días de ficticia depresión en mi habitación y mi buena tía se apiadó de mí. Durante esos dos días ella volvió a ocuparse de la limpieza de los lavabos y la colada de sábanas. Una vez logré superar mi gran, gran trauma, ella siguió haciéndose cargo de todas las labores de la casa. Incluso volví a dejar que me hiciese la cama. Podía volver a disfrutar de mi actividad favorita: no hacer nada.
Después de tantas comeduras de coco con las sábanas y tan duro sacrificio en mis relaciones con la limpieza y las mujeres aprendí algo: la próxima, morena.
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3 comentarios:
Buen relato. Me gusta encontrar cosas nuevas. Saludos.
Gracias.
Tramadora la narración, seguiré leyendo su blog.
JR
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