martes, 18 de septiembre de 2007

-Práxedes y Kla- (2005)






Práxedes era un niño tremendamente curioso, más curioso aún de los que son los niños a los seis años. Él no sólo andaba preguntando a todas horas qué es esto o para qué sirve lo otro, buscaba hechos, buscaba comprobar las respuestas y demostrar su veracidad. Quería sacar conclusiones, experimentar e intentar solucionar por sí mismo todas sus dudas e interrogantes. La cantidad de preguntas que llegaba a hacer al cabo de un día era tan apabullante que sus padres decidieron regalarle una estupenda enciclopedia donde pudiera consultar sus dudas sin molestarlos.
Cuando su madre le dijo que esperaba un hermanito y él pronunció la consabida pregunta: “¿De dónde vienen los niños?”, le respondieron con la consabida respuesta: “Los trae una cigüeña de París”. El pequeño pasó las tardes de varias semanas en la terraza, esperando que el pajarito le trajera a su hermano. Viendo que el ave no llegaba y que su madre engordaba de forma descomunal, se lanzó a buscar información en su enciclopedia sobre las cigüeñas. No encontró nada de especial utilidad, excepto que en latín era Ciconia ciconia, ¿tendría ese latín algo que ver con París?, ¿y con el sobrepeso de su madre? Preguntó en casa qué era eso de latín, a lo que su padre respondió: “Es una lengua muerta”. Esto causó pavor al chiquillo, que temió que su lengua pudiera enfermar y morir, convirtiéndose en latín algún día.
La idea de la cigüeña acabó por resultar totalmente inverosímil. Le preguntó a su madre que qué era lo que le pasaba, ¿por qué engordaba de esa manera? Ella contestó, sin dar más explicación, que estaba embarazada. El pequeño había oído un par de veces esa palabra, pero no tenía ni idea de qué significaba. Buscó la palabra en su enciclopedia, embarazada no aparecía, pero encontró una parecida: “embarazo”. El texto estaba lleno de palabrejas como “útero” o “feto”, ¿qué quería decir todo aquello? No entendía nada. Se dirigió primero a sus padres, que hicieron caso omiso a sus preguntas. Viendo que en casa no obtendría cuantas respuestas necesitaba, decidió consultar a la persona más sabia que conocía: la maestra.
La maestra sonrió al verlo sacar su pesada enciclopedia de la mochila y ponerla sobre la mesa. Había señalado todas las palabras que no comprendía. Ella supo explicarle todo aquel asunto del embarazo, le aclaró que las cigüeñas no tenían nada que ver. La buena mujer, que había puesto todo su corazón en explicarle al niño el proceso del embarazo y la concepción sin ocultar nada, se sintió profundamente ofendida cuando éste le pidió ver una vagina para poder hacerse exactamente a la idea de cómo sale el bebé de la madre. La maestra no tardó en llamar a los padres y recomendarles que le pusieran un psicólogo. “Es bueno que pregunte e investigue, pero hasta cierto punto”, fueron sus palabras.
Junto al cúmulo de preguntas propias de un niño, como la de los bebés o por qué vuelan los pájaros, encontramos otras incógnitas menos comunes: por qué se rompen los platos al chocar contra el suelo (realizó diversos experimentos para comprobar si siempre sucedía esto, el resultado fue acabar con la vajilla al completo); por qué tenía que tenerle miedo al coco (lo cual no pudo demostrar, ya que pasó una noche entera esperándolo y no se dignó a aparecer); por qué notamos cuando alguien nos está mirando, o por qué se ve el mundo deformado al mirar a través de una botella. Para la mayoría de sus preguntas acabó encontrando respuesta y un hecho concluyente que la apoyaba. Otras, como las anteriores, fueron cuidadosamente apuntadas en una libreta, donde archivaría todos los enigmas sin resolver.
A los siete años su psicólogo había conseguido que dejara de preguntar tanto, aunque su cabeza seguía tan llena de dudas como antes. El número de preguntas se redujo, por preinscripción médica, a cinco al día. Este progresivo abandono de intentar encontrar respuestas en el exterior hizo que su colección de enigmas sin resolver aumentara. Demasiadas dudas pueden ser peligrosas en la mente de un niño.
Pero Práxedes no era sólo un filósofo de siete años, en las horas de un niño cabe todo el tiempo del mundo. El pequeño preguntaba, cavilaba y reflexionaba, pero también correteaba en el parque, jugaba al balón, se ilusionaba o lloraba. Fue justo en su octavo cumpleaños, cuando su número de preguntas/día había sido restringido y parecía que dedicaba menos tiempo a preguntar y más a jugar, cuando apareció la más grande de las preguntas que albergaría su cabecita.

Práxedes esperaba impaciente la llegada de su cumpleaños. Ocho, por fin ocho años. Su madre le había prometido que ese año le regalarían la bicicleta.
Él sabía montar bastante bien, su primo Carlos le dejaba montar en la suya. Todas las tardes de verano paseaban con ella en el parque, lo pasaban en grande.
Ahora Carlos estaba en el hospital, los mayores no le dejaban ir a verlo. Éste iba a ser un cumpleaños bastante triste, lo pasaba tan bien con su primo... Aún así, se sentía feliz, le iban a regalar una bicicleta. Cuando Carlos volviera podrían hacer carreras con las dos bicis. Seguro que su primo ganaría siempre las primeras, porque la práctica había hecho que pedaleara realmente deprisa, pronto él también sabría pedalear a esa velocidad y sería complicadísimo decidir quién había ganado, igual que pasaba en las carreras de la tele. Ya no tendrían que volver a pelearse nunca más por quién pasaba más tiempo montado.
Antes de dormir pensaba en cómo sería su ansiada bicicleta, tal vez fuera una bonita mountan-bike roja o azul. Le gustaría que fuera azul, con el manillar y el sillín de goma negra. Los primeros días olería a nueva, a goma recién fabricada. La gente se daría cuenta de que era nueva por el olor y sus amigos le pedirían que les dejara dar una vuelta. Cuando crecieran un poco él y su primo habrían montado tanto que tendrían los músculos de las piernas igualitos a los de los ciclistas de verdad, todas las chicas querrían ir con ellos a dar una vuelta y podrían hacer excursiones en bici, incluso puede que dieran la vuelta al mundo pedaleando. Sería genial, tendría ocho años y una bicicleta, sólo faltaba que Carlos volviera pronto.
La tarde de su cumpleaños invitó a todos sus amigos a merendar. Tía Ágata había preparado una gran tarta de chocolate, su padre había colgado globos en el techo del salón, incluso mamá había comprado una piñata. Pasaron toda la tarde jugando y riendo en las escaleras del edificio, tenía la sensación de que era el mejor cumpleaños de su vida.
Después de la merienda llegó la hora de abrir los regalos, había paquetes de todos los colores y tamaños. Los fue abriendo despacio, con cuidado de no romper el papel para usarlo en posteriores manualidades. Al abrir el último paquete se puso tan nervioso que acabó por destrozar el envoltorio. Después de ése tocaba abrir una gran caja donde estaría su bicicleta.
Su madre salió un momento del salón. Práxedes temblaba. “Por fin tendré mi bicicleta”, se dijo. Al volver, mamá traía consigo un paquete grande envuelto en papel de lunares. Papá sostenía la cámara de fotos. Práxedes se apresuró a abrir el gran paquete. Clic´. La cara del niño quedó inmortalizada con la vieja kodac 250 de la familia. El primer gesto de Práxedes fue de asombro, el segundo de repugnancia. Ésa no era su bicicleta, era la de Carlos.
Tras los destellos de avaricia por querer tener bicicleta propia lo comprendió todo. Encajaba, encajaba perfectamente. Lo sabía, lo sabía. Había descubierto su secreto, ya era imposible que los mayores siguieran ocultándoselo. Carlos estaba muerto. Por eso él tenía ahora su bicicleta, por eso tía Ágata siempre vestía de negro y andaba con los ojos repletos de lágrimas. Esto explicaba que por mucho que suplicara y berreara no quisieran llevarlo al hospital a ver a su primo.
Temblando y sorbiendo mocos, Práxedes cogió la bicicleta, echó a correr escaleras abajo. Alcanzó la calle antes de que nadie pudiera detenerle. Se detuvo dos segundos en el portón para respirar. Volvió a lanzarse a la carrera, esta vez montado en ella. Pedaleó aun cuando su padre corría detrás de él suplicándole que se estuviera quieto, aun cuando vio a tía Ágata y su madre llorando y a todos sus amigos mirándole asombrados. Atravesó el parque. Se sumergió escaleras abajo, en la estación de metro del barrio. Compró un ticket con algo de dinero que encontró en el bolsillo. La cajera lo miró extrañada, ¿qué hacía un niño tan pequeño montando solo en metro?, pero le dio el ticket. El pequeño, ya con pulso firme y menos lágrimas, miró fijamente los raíles. Oyó cómo el tren se acercaba. A pesar del ruido alcanzó a oír los pasos de su padre bajando las escaleras. Agarró la bici y la lanzó a la vía. El tren la arroyó. Su padre llegó al anden y lo tomó en brazos.

-¿Qué es la muerte? – gemía el pequeño.
- ¿Qué?
- ¿¡Qué es!?
- ¿Dónde está la bicicleta?
- ¿Dónde está Carlos?
Las preguntas asesinas se dispararon en su mente. Escapó de los brazos y sollozos de su padre y corrió. Corrió deshaciendo el camino, dejando al pobre hombre deshecho en el andén, recobrando fuerzas para perseguir de nuevo a su pequeño.
Práxedes se tropezó en el parque y comenzó a sangrarle la rodilla. No importaba, no importaba nada, sólo quería llegar. Llegar y preguntar. Preguntar y saber. Ya no quedaba nadie en el portón. Tocó al timbre y oyó a lo lejos los jadeos de su padre que lo venía siguiendo. Se dio cuenta de que mamá y tía Ágata miraban a través de la ventana. Después de haber repleto de besos a su hijo y haber preparado una infusión al padre -agotado por tales carreras-, el niño disparó la bala. Preguntó que qué es la muerte con voz firme, sin miedo, sin pánico. Sin terror. Preguntó dispuesto a saber la respuesta, la verdadera, sin ataduras, trampas ni cartón. Quería la verdad y la quería ya. La frialdad que puso al pronunciar las palabras hicieron que tía Ágata tuviera que renunciar a estar presente, ¿cómo se explica que un niño tan pequeño pueda permanecer así de impasible? Los padres se repugnaron, primero, al ver cómo su inocente hijo formulaba aquella pregunta, se asombraron, después, al darse cuenta de que acababa de cumplir tan sólo ocho años y hablaba con un tono propio de un hombre de cuarenta al que se ha estado ocultando información de vital importancia. Intentaron encontrar una explicación que dar al pequeño, pero se dieron cuenta de que el niño y ellos sabían lo mismo ante eso: nada. Intentaron decirle que no lo sabían, que nadie podía saberlo. Práxedes se enfadó, creía que se lo ocultaban, al igual que habían ocultado la muerte de su primo. Quería la verdad, no iba a conformarse con la excusa barata de que nadie sabe qué es la muerte. Se enrabietó, chillándole a su madre que quería saberlo. La buena mujer estalló en lágrimas y salió de la habitación. Su padre fue a consolarla tras lanzarle una mirada asesina al crío. La soledad consiguió calmarlo. Práxedes no tardó en darse cuenta de que el “qué” de la muerte era algo que tendría que averiguar por sí mismo.

Creció sin más preguntas, sin buscar más respuestas, silencioso y ensimismado.
Hermético y frío deambulaba por los pasillos, evitando el contacto con el exterior y a los demás niños. Lo creyeron afectado psicológicamente por la brutal pérdida de su primo, intensificaron las sesiones psicológicas a tres a la semana. Se le diagnosticó principio de autismo e hicieron lo imposible por convertirlo en alguien normal. Lo consiguieron, después de unos meses volvió a hablar, a sonreír y jugar en el parque. A los doce años dieron por finalizado su intenso tratamiento psicológico.
Sin embargo, algo había nacido en su cabecita sin que nadie lo sospechara, estos tratamientos no son nunca un completo éxito. La voracidad preguntona quedaba muy atrás, pero su mente seguía trabajando, centrada ya sólo en un enigma sin descifrar: la muerte. Creció hasta alcanzar su metro noventa y cuatro actual con la convicción de que la muerte no lo atraparía, sería él el que la cazaría y destriparía su secreto.

* * *

Kla encajó las mandíbulas. Se ajustó el collar de pinchos. Miró a la barra y agarró su cubata. Sus amigos la habían abandonado momentáneamente para jugar al futbolín. No cabía ni una sola alma más en el bar, en la barra se agolpaban decenas de chicos sonrientes con camisa, otras tantas chicas con medias de rejilla. Kla observaba el bullicio mientras tragaba un cubata tras otro. Normalmente no bebía tanto, ¿y qué? Se odiaba, se odiaba tanto que habría sido capaz de suicidarse allí mismo, con el filo de su baso de ginebra y cola. Era odiosa, lo había descubierto aquella misma tarde, por eso había cortado con Javi. Ahora él, su chico, quizá el amor de su vida, estaría llorando porque su Kla, su oscura y sonriente Kla lo había dejado. Mientras tanto, ella se torturaba por sus propios pensamientos, odiándose por ser Kla y no cualquier otra. Se emborracharía, bebería tanto que conseguiría olvidarlo todo. Todo. El problema estaba precisamente en ella, incluso podría decirse que ella era el problema en sí. No encontraba explicación posible para sus pensamientos, incluso podría asegurar que se trataba de algo instintivo.
Nunca habría imaginado que los cuentos de Poe y las intensas sesiones de cine gore pudieran derivar en esto, en algo que le parecía tan horroroso como excitante. Podría haber sospechado mucho antes, pero esta es una de esas cosas en las que no te paras a pensar hasta que las tienes encima. Mil veces había susurrado al oído de Javi: “Te querría hasta muerto”. No era ninguna mentira, lo quería, nunca había amando a nadie con tal intensidad. Sin embargo, hacía algún tiempo que sentía que no podía llegar a más con él, casarse y monotonizar el amor no parecía la solución. Su inmenso amor la empujaba a perseguir algo más. Más. Ya había explotado suficiente a Javi, ya le había entregado todo el amor que podía. Si en vida no quedan posibilidades de expansión la solución parece, sin duda, la muerte. El amor inmenso y sus ansias de evolución la empujaban a un trágico final: amarlo muerto. Kla soñaba con hacerle cortes por todo el cuerpo, con morder su lengua y arrancar la piel de sus labios. Javi se iría desangrando poco a poco, mientras ella lamería la sangre de su heridas y le haría el amor hasta que acabara de agonizar y cayera muerto. Soñaba con acabar abriendo el tórax de Javi-cadáver y devorar su corazón.
Sangriento final, pero el único que se le ocurría para su historia de amor infinito. Lo había descubierto aquella tarde, tras morderle la lengua le había susurrado eso de “Te querría hasta muerto”. El mordisco era un vaticinio, un primer paso con el que su cuerpo pretendía hacerle comprender que ése era el principio de una nueva dimensión, en la que el dolor y la belleza irían de la mano, donde sería imposible separar sus corazones porque ya se habrían encargado ellos de convertirse químicamente en un único cuerpo. Muy romántico ciertamente.
Si Javi no se hubiera apartado diciéndole: “Me has hecho daño, ángel caníbal”, con esa media sonrisa que ponía cuando quería hacer ver a alguien que estaba en un error, que por ahí no era. Si él hubiera pedido más, si hubiera respondido con un mordisco aún mayor, si... Tal vez, sólo tal vez, los deseos de Kla habrían estado algo más cerca de la realidad. Mejor así, mejor el comentario de no-me-muerdas más de su novio. Las palabras hacen a Kla abrir los ojos, haciéndola consciente de la maldad de su propósito. Era consciente de que ya sólo lo quería muerto, se sentía incapacitada para amarlo vivo. Sabía que era capaz de hacerlo, su retorcida mente sería capaz de matarlo para ejecutar sus inhumanos deseos.
Su conciencia - si es que eso existe- la ha llevado a odiarse por tales deseos. En un intento de controlar la situación ha dejado a Javi, sumergiendo al chico en una depresión que bien hubiera cambiado él por la muerte y el amor post-mortem de su Kla. Ella cree que debe intentar hacer lo posible por no llevar el amor destructivo a la práctica, nunca. Está dispuesta a hacer lo imposible para que nadie descubra sus sangrientas ideas. Por eso a decidido emborracharse, con la esperanza de que el vómito de la resaca le haga olvidar esas locuras, con la esperanza de volver a ganarse la condición humana. Aún así, ha decidido no volver con Javi, tiene miedo de ser arrastrada por su instinto y acabar matándolo.

Kla recuerda perfectamente la sensación de cuando se compró su primer collar de pinchos. Era un collar verdaderamente precioso, una cinta de cuero negro con pequeños conos plateados acabados en punta redondeada, pero lo suficientemente puntiagudos para clavarse en el cuello de todos los chicos que besaba, dejando el rasguño inconfundible de haber pasado por su boca. Una sensación parecida fue la que experimentó cuando Práxedes la miró desde la barra. Práxedes, un chico alto, altísimo, de mandíbulas marcadas y gafas de montura negra, clavó sus ojos en la gata solitaria que se sumergía en su enésimo cubata. Se rió del cómico y patético gesto de la chica. Rímel corrido, despeinada, vaqueros rotos y collar de pinchos. Se bañaba en alcohol, bebía con tragos más bien largos. Se contaban al menos cuatro vasos vacíos encima de la mesa, marcados por su barra de labios ya extinta. Podía parecer triste, pero no, era simplemente ridículo. Práxedes se dio cuenta de lo fingido de la escena, la chica interpretaba un papel de desesperada en el que ni ella misma creía. La verdadera desesperación se vale de gestos elegantes, la ficticia utiliza patéticas borracheras y una tristeza autoprovocada como la de Kla. Práxedes lo sabía, habían sido muchos desesperados y fingidos los que había conocido, al final uno aprende a clasificarlos. Se rió del patetismo de la chica y fue a sentarse a su lado, siempre es interesante conocer a una fracasada en el escenario de la vida.
Los primeros síntomas de borrachera hicieron que a ella se le trabara la lengua tantas veces como intentó preguntarles su nombre. Cuando al fin quedó claro que él se llamaba Práxedes y ella Kla, comenzó el juego de adivinar el motivo de su tristeza. Klatigresa se puso a la defensiva, alegando que no estaba triste, en verdad nunca había estado mejor, a lo que él respondió con un lacónico “Ya”. Klaebria sintió curiosidad por saber quién era el chico, no ya su nombre, sino quién era en realidad, ¿qué hacía él para sobrevivir? Respondió que trabajaba en la biblioteca. Archivaba y desarchivaba libros, documentos, periódicos y gravados. Pero...¿sobrevivir? ¡Ja! Él no conocía esa palabra, en verdad lo que quería era encontrar un buen momento para... ba, no importaba.
Práxedes no habría adivinado nunca que iba a enamorarse de aquella chica justo cuando el vaso de ella calló de la mesa, poniéndolo perdido de JB y coca-cola. Se empezó a fijar en ella como pieza sexual en ese mismo instante. Kla se acercó para ayudarlo a limpiarse, quedando a una distancia desde la que el collar de pinchos invitaba a acercarse a ella para arañar su cuello, situándolo a distancia de beso. El impulso de sentir el collar contra su cuello lo llevó a besarla sucesivas veces. Sabía a alcohol. Besaba como sólo saben hacerlo las ficticias desesperadas, con lenguas torpes y chasquidos de mandíbula.
Kla seguía bebiendo, acabó tan borracha que confundía a Práxedes con Javi, le hablaba al oído, rogándole que se marchara para no tener que matarlo. Cuando ya había logrado convencerla de que no era Javi e iban a retirarse a un lugar más íntimo, una amiga de Kla intervino, diciendo que no iba a dejar que se llevase a su amiga borracha. Práxedes se enfadó, pero no dijo nada. Él, que había estado acompañando su tristeza ebria, también estaba algo tocado, sentía como las palabras se le enrollaban en la lengua. La amiga de Kla la sacó a rastras del bar y la llevo a su piso, alguien hizo otro tanto con Práxedes. Una servilleta de papel con el teléfono de Klaebria se fue a dormir con él, al igual que otro fragmento de la misma servilleta, con el número de Práxedes, viajaba en el bolsillo de Kla.

Al día siguiente, cuando Kla despertó con dolor de cuello por haber dormido con el collar de pinchos puesto y a Práxedes le ardían las rozaduras, se dirigieron pensamientos retrospectivos y desearon volver a verse. El recuerdo del otro estaba inmerso la bruma de una noche de borrachera.
Sonó el teléfono en casa de Kla, la campanillla hizo que se acordara de Práxedes dos décimas de segundo... ¿y si era él? Cogió el teléfono, la voz de Javi la devolvió a la realidad. Tras una corta conversación, en la que ella contestaba sistemáticamente con monosílabos a las preguntas de su ex, la autodestructiva Kla comenzó la búsqueda del teléfono de Práxedes entre la ropa de la noche anterior. Al fin, dio con el trozo de papel, escondido en el cubo de la ropa sucia. Unos minúsculos números trazados en servilleta, un seis algo ambiguo... ¿o era un cinco? Decidió llamar con la esperanza de que él no la hubiera olvidado. Las reglas del juego de la noche son claras: disfruta y olvida, pero ella sentía que quería más. Más, como una adolescente insatisfecha. Más aún.
Mientras tanto, Práxedes perdía la cabeza revolviendo la casa en busca del dichoso papelito donde apuntó el número de Klaángel. No lo encontró en los bolsillos del pantalón ni en su cartera. Iba a volverse loco si no lo encontraba y no volvía a verla. Kla... klik, klik, klak´. El sonido de su nombre le recordaba a juegos de niños, de esos de palmas o saltar a la comba. Klik, klik, Kla, un nombre onomatopéyico parecido a un chasquido de lengua, aquella chica se había escapado de un cómic. Una presunta adulta jugando, actuando con gestos torpes, un golpe en medio de la noche. Encantadora torpeza. Práxedes se llevó la mano al cuello, acariciando las rozaduras provocadas por el collar de pinchos. La nebulosa que envolvía la noche anterior le impedía acordarse de algunos detalles, ¿eran sus ojos verdes o marrones?, ¿qué le había dicho que estudiaba? El recuerdo más claro era que sabía a alcohol. Tenía que encontrarla, tenía que encontrarla como fuera. Quería verla, tenía que verla. Incluso a él le extrañaba aquel palpitar que le invadía al pensar en la posibilidad de no encontrar nunca a la chica.
Registró su cazadora, ahí estaba: media servilleta con la fórmula mágica para dar con Klaperdida. Antes de coger el teléfono pensó que había algo extraño en las comisuras de los labios de aquella chica, no besaba con la agilidad de otras, sino que se dedicaba a la tarea de explorar cada diente, cada muela, cada caries, chupándola e impregnándose del sabor. ¿Saliva? Su saliva emanaba alcohol, Klaemborrachadora. Su fingida desesperación, su tristeza, su borrachera, su personalidad de juguete y su nombre onomatopéyico resultaban irresistibles para alguien como Práxedes. Aún le ardía la lengua al recordarla.
Por otro lado, estaba su belleza. Tengamos claro que si Kla hubiera sido fea él nunca se habría acercado, y si Práxedes no hubiera resultado atractivo ella no lo habría besado. El amor es frívolo por naturaleza, así que es lógico que vaya acompañado por la belleza, otra frivolidad. Kla no llamaba especialmente la atención por su físico, una chica más o menos normal, bonita, quizá mediocre según el momento. Casi siempre con la boca entreabierta y los ojos más abiertos aún, lo que le daba un aire inocente del que carecía. Su aspecto de melancólica chica de negro, con vestidos y camisetas de este color, su maquillaje insulso –marcando mucho los ojos-, su collar de pinchos y su pelo totalmente liso daban un poco de miedo, pero su sonrisa era tan brutal que la convertían en un ser totalmente deseable para Práxedes. Una sonrisita tan encantadora que parecía un ángel de novela romántica. Un ángel, sí, un ángel. Nadie dijo que los ángeles tuvieran que ser extremadamente bellos. Práxedes, el huesudo Práxedes, sí que llamaba la atención, no por su sex appeal ni chorradas de esas, sino por su desmesurada altura, que le obligaba a replegarse sobre si mismo cada vez que besaba a una chica.
Cuando ambos tuvieron el papelito con el número de teléfono del otro, se restregaron los ojos y se resignaron. Decidieron no llamarlo para no afrontar la desilusión que supondría verse olvidado. Fue negarse un poco a ellos mismos, como amputarse el dedo meñique del pie, que no sirve para nada pero duele. Encontrarse en la puerta de esa cafetería y escuchar el titubeante “hola” en esa boca conocida sacudió todas sus hormonas. Calcular el momento exacto en el que ambos abandonarían sus respectivos cafés para encontrarse de nuevo no fue difícil. Práxedes recogió sus cosas -folios y carpetas que había esparcido por la mesa para explicar noséqué a unos compañeros de clase-, y se dispuso a irse. Se fue, de hecho se fue. Cuando Kla se dio cuenta el chico salía por la puerta y volvía la cabeza, mirándola y despidiéndose de ella alzando un poco la mano. Kla esperó cinco minutos, pronto encontró una excusa barata para poder marcharse. No se sorprendió al no ver a Práxedes en la puerta. Tenía la secreta esperanza de encontrarlo allí, pero sabía que había una posibilidad entre un millón de que eso ocurriera, decepcionarse no valía la pena. Pensó que habría sido un bonita historia: Práxedes y Kla, Kla y Práxedes. Sonaba bien, mucho mejor de lo que suenan la mayoría de las parejas.
No había que darle más vueltas al asunto, tampoco importaba demasiado. Puso rumbo a casa, era inútil volver al café o ir a cualquier otro sitio. Los nervios del “¿Y si está?” la habían destrozado. Al volver la esquina, justo entre la panadería donde compraba bollos de pequeña y la librería, el huesudo Práxedes se apoyaba en la pared. Kla alzó las cejas como muestra de sorpresa, a lo que la boca de él respondió con un sucedáneo de sonrisa, que tanto podía ser de asombro como resultar fría y calculadora, feliz porque se habían cumplido sus previsiones.
Kla volvió la cabeza, quizá por pura intuición, quizá porque oyó los pasos. Vio a Javi, Javi vio a Kla. Justo cuando él se acercaba a saludarla, ella corrió en busca de auxilio a la boca de Práxedes. Éste recibió con sorpresa el beso, se plegó sobre el cuello de Kla para ejecutar el que sería su primer beso sobrio. Quedó asombrado de la rudeza de la boca de la chica, le mordía la lengua y se sacudía entre sus mandíbulas. Javi lloraba, gritaba, silencioso, implacable, con un rictus amargo en la cara como única muestra de lo injusto que le pareció el mundo cuando vio a Kla, su Kla, besando a aquel patilargo en plena calle.
Kla mentía en su beso, mentía lo máximo que puede mentir un ser humano mediante el lenguaje de babas y dientes. La expresión suprema de la falsía plasmada en lengüetazos y supuesta pasión. Aún quería matar y devorar a Javi, Práxedes era el veneno con el que pretendía curar sus perversiones. Klamentirosa no se percató de que Javi se había marchado lloriqueando. Klainconsciente se fue entregando por completo a cada paladear de la lengua de Práxedes. No se dio cuenta de el dolor innecesario que le estaba causando a su ex, como tampoco se dio cuenta de que su cuerpo empezaba a desear permanecer por siempre jamás con aquel gigantón que le agarraba el pelo mientras la besaba.
Imposible era no prolongar los besos callejeros en un sitio más cómodo, donde poder dar rienda suelta a sus deseos e impulsos nerviosos.


* * *

Sábanas blancas recién puestas y luz, mucha luz, componían el habitáculo de la resurgida Kla. Bastante oscuridad había tenido en su adolescencia, metida en aquel cuartucho oscuro, cuya única ventana daba a un callejón limitado por dos tétricos edificios de diez y doce plantas respectivamente. La estrechez hacía que nunca pareciera de día en aquel antro. El panorama a través de la ventana no era mucho más alentador: basura, perros, algún pico de heroína o un par de rayas cuando algún niño pijo no encontraba un lugar mejor. Pero no se trataba de un callejón refugio de heroinómanos ni drogatas, más bien tenía un carácter funcional, cada cual lo adaptaba a sus necesidades, usándolo para una cosa u otra. Alguna vez un vagabundo durmiendo, muchachos haciendo grafitis, una espontánea pareja liberando hormonas o el vecino del cuarto bajando a tirar la basura, configuraban el paisaje habitual de la callejuela.
Kla, que vivía en el tercero, podía sacar la mano por la ventana y, estirando un poco, casi alcanzar a tocar la pared del edificio de enfrente. Durante todo el tiempo que vivió allí deseó dinamitar ese edificio. No ya porque le molestara que fuera el causante de la poca luminosidad de su cuarto, sino porque solía tener una pesadilla en la que se estrellaba contra él, estampándose contra el muro. Kla casi siempre tenía sueños así, en los que soñaba con caer, con derrumbarse y entregarse a la derrota; pero sabía que primero tenía que levantar el vuelo, es imposible caer o perder estando encerrada entre cuatro paredes.
Sus padre se encargaron de manejar y planear su vida de los cero a los dieciocho años. De niña le escogían los juguetes más educativos, seleccionaban los dibujos que podía o no podía ver y determinaban la marca de sus papillas en función de la cantidad de vitaminas y calcio que proporcionaran. Los dogmas paternos la dominaban: “Las ciudades son peligrosas, nada de salir sin ir acompañada de un adulto”. “Nada de jugar en las escaleras ni en el parque. “ Ni que decir tiene que queda totalmente prohibido pasar por el callejón”. Cualquier intento de ir a jugar con un amigo se veía frustrado por la negativa de sus padres, “las niñas buenas se están en casa”. Para Kla no existía el no obedecer, se quedaba siempre en el piso, jugando con las acuarelas o viendo el fantástico y novedoso curso de inglés por fascículos que sus padres encontraban tan educativo, pero que ella no podía dejar de ver como algo maligno que esos dibujitos hablaran de semejante forma.
Cuando cumplió quince años, sus padres establecieron -de acuerdo con el planning que habían ideado para ella al nacer para convertirla en una persona racional-un rígido horario durante el cual podría empezar a salir con sus amigos por zonas estrictamente señaladas. Hasta los quince una tiene demasiado tiempo para aburrirse y no demasiados recursos. Quizá, si sus padres lo hubieran permitido, se habría pasado el tiempo jugando con una videoconsola o el ordenador. La oposición de sus progenitores a tales divertimentos los llevó a permitirle pasar una tarde a la semana en la biblioteca del barrio. Empezó eligiendo libros con ayuda paterna, pronto el estrés les hizo tener que dejar allí solita a su hija, mientras ellos iban a hacer la compra o asistir a esa reunión tan importante.
Inconscientemente entregaron a su inocente hijita a los consejos de una joven estudiante de literatura que trabajaba allí por las tardes. Ella fue la que le descubrió grandes clásicos y joyas contemporáneas, le presentó a Poe y Lovecraft y le dejaba que se llevara a casa revistas de tendencias sin que sus padres se enteraran. En su oscuro
hábitat Kla se fue oscureciendo aún más. A los primeros libros de terror se sumó música igualmente tenebrosa que bajaba de Internet. Literatura y música influyeron inevitablemente en su estética. Su madre, a la que no le importaba en exceso cómo vistiera, la dejaba elegir su ropa, la chica configuró sabiamente un armario repleto de prendas negras y algún detalle en rojo, que tan pronto le daban un aire perverso como divertido.
Al principio le resultaba fácil llenar el tiempo con libros y música, pero acabó hartándose de no hacer otra cosa y tuvo que buscar entretenimiento en otra parte : el cine. Podría haberle dado por la pintura o las insípidas series de televisión -sus padres ya no controlaban tanto qué o qué no veía-, pero le dio por el cine y, quizá, eso fue lo que la perdió y le hizo estrellarse igual que en sus sueños. Siempre supo que disfrutaría del dolor de la caída, interiormente siempre la sedujo la morbosidad de la derrota. El cine, arte en un principio inocente, no lo es tanto en manos de una adolescente amante de sangrientos textos de terror con un ordenador a mano. Primero vio todos los clásicos que pudo, unos en la biblioteca y otros descargados de la red. A través de una revista conoció el cine gore, no pudiendo resistir la curiosidad, se lanzó a ver unos cuantos títulos. Empezó sintiendo algo de repulsión por esas imágenes sangrientas que tantas veces había imaginado leyendo y que ahora se plasmaban en su pantalla. Su mente no le daba a la sangre el tono exacto, y múltiples detalles se escapaban en su cabeza -venas, arterias, vísceras...-, haciendo que no pudiera cerrar los ojos ante lo que estaba viendo. Inició intensas maratones de cine gore en su habitación, mientras esperaba soñando con escapar y volar algún día, para poder chocarse contra el muro libremente.
Cuando sus padres decidieron que ya era hora de que tuviera vida social más allá del instituto y le permitieron salir de su piso 40 m2, ya era demasiado tarde para que fuera lo que se considera una chica normal. Socialmente activa en clase, pero con claros rasgos de pertenecer a un underground al que sólo algunos locos iniciados en la ramificación no convencional de algún arte, pertenecen en la adolescencia. A Kla le era imposible convertirse en una adolescente vulgar, es cierto que podía “arreglarse” para salir con ropa que le prestara alguna amiga, pero era incapaz de bailar en las discotecas para menores esas cancioncillas insípidas. Kla era una condenada adolescente prematuramente sumergida en un universo que no estaba a su alcance. Bares, conciertos, performances... sabía que existían, pero tenía que conformarse con la vida posible dentro de sus cuatro paredes y exprimir al máximo la diversión que obtenía con sus amigas vestidas de rosa.
A los diecisiete encontró otros ejemplares de su especie con los que juntarse: un chico que dibujaba cómics, una loca del rock´and roll y un aspirante a actor se convirtieron en sus amigos más cercanos. No fue hasta que abandonó el hogar familiar y se trasladó a un piso de estudiantes, sorprendentemente luminoso, cuando pudo despegar sus alas atrofiadas y sumergirse en el mundo al que realmente pertenecía. Un mundo de arte y desarte, de artistas y chiflados. De noche exprimían sus cuerpos en conciertos, intensas maratones de cine o interminables conversaciones sobre literatura gótica. De día, locos y artistas se metamorfoseaban para ser un poco menos locos, un poco menos artistas, y concentrarse en sus carreras universitarias, que era para lo que se suponía vivían en ese momento.
Además de los garitos de luces parpadeantes donde hacían performances malos imitadores de Gina Pane, Kla & friends solían ir a un bar tranquilito, donde podían tomar una copa, bailar o jugar al futbolín, costumbre que los adolescentes criados en recreativos, como sus amigos, rara vez pierden.
No fue en ninguno de esos antros de la metrópolis donde conoció a Javi, sino en la facultad. Él se enamoró de su oscuridad, ella de su claridad. Eran la pareja ying-yang, compensados totalmente uno con el otro.
Bondad y maldad. Luz y tiniebla. Javi y Kla. Una relación que podía parecer imposible por sus marcadas diferencias sombra-luz. Resultaba curioso verlos juntos, el uno sobre el otro a las tantas de la madrugada un jueves o tomando café una tarde cualquiera; ella con sus siempre prendas negras, él con su claridad deportiva en blancos y ocres. Por un lado, él: alto, rubio, apasionado del deporte, de aspecto saludable, claro y transparente, siempre vestido en tonos claros que daban más luminosidad a su rostro. Por el contrario, ella: bajita, con aspecto de rata de biblioteca, morena, contaminada y contaminando todo lo que la rodeaba, turbia.
Sus notables diferencias y algunos pintorescos puntos en común (música, carrera y pasión por el chop-suey), los sedujeron y los arrastraron junto al otro. Tan pronto veían alguna de las películas favoritas de Kla como jugaban al baloncesto o iban a nadar. Exprimieron sus personas, agitaron obteniendo un delicioso zumo de amor en el que se distinguían dos ingredientes insolubles, pero evidentemente rodeados entre sí e imposibles de separar. Pudo haber acabado en boda si alguno de los dos hubiera creído en el matrimonio.

Ahora todo le parecían recuerdos lejanos y dolor de tripa. El pasado, al pasado. Kla se esforzó por apartar a Javi de su mente, almacenarlo y esconderlo en el mismo lugar donde guardaba sus sueños de niña y las censuras de sus padres. Aplastó el recuerdo con todas sus fuerzas, quemó las neuronas que memorizaron sus besos favoritos y destruyó sus fotos. La tarea no resultó lo dura que ella hubiera deseado. Fue fácil olvidar y aprender nuevas cosas, porque ahí estaba Práxedes, dispuesto a disfrutar junto a ella de mil nuevas experiencias. En el fondo, Kla se sentía un poco culpable por haberlo olvidado tan ponto, le habría gustado haber llorado durante algún tiempo más su pérdida.

Imperiosos lametones y un “¿Por qué no te quedas un poco más?”, cuando él ya se disponía a marcharse, alargaron el segundo encuentro de Práxedes y Kla hasta la mañana siguiente. En dos noches habían tenido tiempo de conocer mucho del otro. Kla le contó algo de su relación con Javi, guardando muy bien todo lo que se refería a las razones de la ruptura. También le descubrió la historia de su nombre, porque Kla no había sido siempre Kla, sino Clara. DNI, partida de nacimiento y firma ininteligible así lo apuntaban: Clara Ulen Alcázar. A los 13 años, cuando empezó a sumergirse en ese mundo oscurillo que le mostraban libros y demás, pensó que no podía llamarse así. Si quería convertirse en una chica oscura no podía llamarse Clara. Le gustó lo de Kla - primera sílaba de Clara, cambiando la ce por una ka- por su sonido onomatopéyico, parecido al que hace una puerta vieja al cerrar. Empezó a hacerse llamar así por amigos y familiares, usando la exasperante técnica de no contestar cuando la llamaba por su verdadero nombre. Práxedes había sido siempre Práxedes. En cierto modo también orgulloso de su nombre, no por cuestiones histórico-políticas que le traían sin cuidado, sino por su sonoridad, pocos pueden presumir de tener una equis y una erre en su nombre. Un nombre largo y retorcido, acorde con su desmesurada altura y sus huesos salientes.
Su historia se alargó, empezaron a cenar y , por consiguiente, a desayunar juntos jueves y viernes, descuidando cualquier otro quehacer para acudir a la cita con el otro, a veces en la habitación de Kla, otras en el piso de él. Kla, que siempre había sido partidaria de estudiar sola, empezó a frecuentar la biblioteca, donde pasaba horas observando los movimientos del chico en lugar de estudiar. También él gastaba más tiempo en hacer circenses movimientos colocando libros en los estantes más altos para impresionarla, en vez de atender a las muchachas que se acercaban a preguntarle por tal o cual publicación. Ahora, no tenía ojos más que para la bajita y oscura Kla, Claraángel, que cambió su nombre para no contradecirse a sí misma.
El cine se convirtió en una de las mayores distracciones de la pareja. Sus gustos tan parecidos les permitían disfrutar con igual pasión de las películas favoritas del otro. Solían encerrarse en casa, intercalando intensas sesiones de cine y pasión. En una ocasión llegaron a pasar tres días encerrados, durante los cuales tuvieron tiempo de ver 11 películas, 8 cortos y gastar otras tantas horas en redescubrir sus cuerpos. Había quien los conocía como “la pareja zombi”, debido a su ropa oscura y las ojeras que les quedaban después de noches intensas ocupadas por el séptimo arte y el arte puramente físico.
Acabaron viviendo prácticamente juntos. Sólo que con dos direcciones distintas, unos días en el piso de Práxedes, que era completamente suyo, otras en la habitación de Kla, piso compartido con una jugadora de rugby y una estudiante de matemáticas. En ocasiones tanto tiempo juntos acababa por hartarlos. Cuando eso ocurría se escondían en su respectivos hábitats y pasaban dos o tres días sin verse. El reencuentro era tan brutal que llegaban a pasar más de un fin de semana sin salir del cuarto en el que se encontraran la siguiente vez.
A Kla le parecía divertido salir con Práxedes. “Es genial salir con él, vamos al cine y vemos películas. Parece un reflejo de mí misma. “, pensaba. No se había propuesto amarlo, al igual que tampoco se había propuesto no amarlo. Lo único que ella pretendía era no tener que cortar con él por las mismas razones por las que dejó a Javi. De todas formas , creía que de entrar en juego esa locura suya no sería hasta después de tres o cuatro años, hasta ese momento podría estar explotando al amor en vida sin necesidad de que el cuerpo le pidiera buscar esas “nuevas sensaciones” por las que dejó a su ex.
Kla empezó a tener miedo demasiado pronto. Miedo a no poder dejarlo, a querer devorarlo y acabar abriéndolo en canal la próxima vez que cayera dormido. El pavor que se tenía a sí misma era, por el momento, controlable. No era una sensación tan profunda e indomable como la que le hizo abandonar a Javi, así que podía seguir viéndose con Práxedes y autocontrolar sus pensamientos necrófilos, aunque alguna vez se le iba el gore de las manos e imaginaba el sabor de sus sangre mientras le mordía la lengua.
Práxedes no era Javi, las comparaciones son tan odiosas como inevitables. Javi, el claro y sencillo Javi, era lo opuesto a ella, mientras que Práxedes no era más que una prolongación de su propia persona en un cuerpo masculino, un desdoblamiento varonil de Kla, ambos con su oscuridad y submundos en la cabeza. Si Javi sobre Kla formaba la pareja ying-yang, al abalanzarse sobre Práxdes sólo se obtenían viscosos fluidos negros, fruto de licuar y agitar los mismos pensamientos procedentes de distintos cerebros. Con Javi quedaba bien delimitado el fin del cuerpo de él con el inicio del cuerpo de ella. Con Práxedes sus cuerpos se derretían, formando una única masa de carne y vísceras.
En cierto modo, los pensamientos y deseos que había tenido con Javi podían resultar comprensibles. Eran muchas cosas las que los unían, además de amor y pasión había que tener en cuenta la cantidad de años que llevaban juntos, el cariño, amistad, experiencias compartidas... Su relación había ido evolucionando, tras cinco años de noviazgo alcanzaron un punto de amor estable. Una vida tan encantadora que no apunta más que a la perpetuación puede resultar agobiante para algunos, son muchos los que sufren de monotoníafobia. Personas cuyas ansias de evolución pueden conducir a la irracionalidad, a cometer locuras con tal de no verse atrapados en una maraña donde todos los hilos son iguales. Kla era una de ellas. Su monotoníafobia se gestó durante los años que pasó encerrada viendo cine gore y pintándose de negro las uñas de los pies. Cada día tenía que ser distinto para no sentirse prisionera de la dictadura que ejercían sus progenitores. Solía cambiar pequeños detalles que el resto del mundo adopta como rutina, cosas tales como qué tomar para desayunar o el camino a seguir para ir al instituto. Las pelis y los libros también iban variando y salvándola del aburrimiento.
La rutina diaria es relativamente fácil de salvar, lo verdaderamente peligroso son los sentimientos. Cuando un sentimiento como el amor se estanca poco puedes hacer. El amor, dulce, tenue, alcanza un grado máximo y explosiona en el pecho, apoderándose ya no sólo de tus nervios y vísceras, sino de tu espíritu. La sonrisita estúpida de los primeros días de enamorado se diluye para dejar paso a la plenitud de tu alma. Eres tan feliz que no te cambiarías por nada del mundo. Tan imbécilmente feliz que si tuvieras que elegir un momento en el que morir elegirías ése, pues crees que ni la muerte puede ser lo suficientemente horrorosa para pisotear tu alegría. Además, tienes la seguridad de que morirías con la sensación de haber vivido. Pero... ¿haber vivido el qué?
El problema de Kla y demás monotonofóbicos es que la sensación de plenitud no es suficiente para hacerlos felices o , al menos , para que sientan que están vivos. Al principio, como al resto de los mortales, les parece una sensación maravillosa, hasta que pasa un tiempo y sollozan por algo distinto. Ellos piden más, más, más aún.
Su imaginación, aburrida y desesperada, trabaja a un nivel muy por encima de lo normal. En su abatimiento por encontrar variaciones que aporten emoción a sus vidas llegan a trazar líneas que se pasan de humanas, líneas que no caben en las pantallitas de los hospitales y que marcan tus constantes vitales.
Kla, en un intento de transgredir en el amor y darle una vuelta de tuerca más, sucumbió a la idea de la unión eterna, el amor por el amor, uno por otro. Un coito no era promesa de unión suficiente. Ella pedía más, más. Más aún. Kla quiere tenerte dentro, quiere verte agonizar y salvarte a un tiempo, matarte y comprobar a qué saben tus ojos. La idea de devorar al otro, aunque sea tan sólo metafóricamente, es de lo más corriente. La dualidad se persigue, pero para ella convertirse en un ser dual va más allá de la compenetración. Fundir dos alma requiere sacrificios: sangre, vísceras. El deseo de
consumar su amor infinito la conducía a hacer el amor con el cadáver de su amante. Abrir la caja torácica del otro, lamer sus costillas y engullir su corazón, plasmando todos sus sentimientos en una escena similar a la de las leonas devorando cebras en los documentales. Romper barreras vida-muerte, la unión infinita de las almas para la eternidad.
Para hacer esto hay que ver el dolor como algo placentero y, sobre todo, es imprescindible creer en el alma humana y en la unión de las dos almas al engullir al otro. O estar loco, lo cual también es una posibilidad. Sólo que en la locura no actuaría el amor, sino que todo sería producto de unas neuronas mal colocadas, pero ¿quién dice que los locos no pueden estar enamorados?

* * *

-Te querría hasta muerto.– susurró Kla. Práxedes recorrió con su lengua el camino del pecho a la boca de la chica, donde la masa de dientes-saliva-lenguas se volvió a agitar como veces anteriores, hasta que Kla comenzó a morder su lengua con fuerza.
“¡Oh, no! Lo he dicho. No puede ser que la historia se repita también con él. No, por favor, por favor...”, pensó Kla sin atreverse a soltar la lengua aprisionada entre sus dientes. Klacaníbal devoraba literalmente la boca de Práxedes mientras pensaba esto. Klasanguinaria comenzó a arrancar la pielecilla que recubría sus labios con los dientes. Era consciente de que no podía ser, de que tendría que elegir entre asesinar su instinto o acabar asesinándolo a él. O dejar a Práxedes, lo cual le parecía también un asesinato a sí misma. No, no lo dejaría, lo arreglaría de otra manera, iría al psicólogo o algo así, lo que fuera con no tener que dejarlo por las mismas razones que a Javi. Pero ahora no, seguiría destrozándole la boca hasta que él dijera que le hacía daño, sólo este último capricho y, después, c´est fini.
Práxedes la sorprendió con un cruel mordisco como respuesta, utilizando sus caninos como leona que destripa una cebra, desconcertando gratamente a Kla, que respondía con besos cortantes como navajas. Sangre, más sangre. Las primeras gotas que ambos embebían de ambos. Se entregaron a la ardua tarea de destrozarse mutuamente la boca mientras se sujetaban a las caderas del otro. Bocas palpitantes y gotitas de sangre en la almohada, tumbados uno junto a otro, derribados por su propia carnicería. Cerraban los ojos y saboreaban los últimos mililitros de fluidos corporales que aún pululaban entre sus mandíbulas.
Kla dormía agotada. Soñaba lo feliz que le hacía haber disfrutado de la sangre de su amado, esperanzada porque, de repetirse esto, creía poder saciar sus locuras sin tener que reprimirlas ni ejecutarlas en su totalidad. Ahora sí que estaba realmente enamorada. Si le hubieran preguntado por un momento para morir habría elegido ése, sentía que había vivido. Pero... ¿vivido el qué? No lo sabía, pero se había dormido con una estúpida sonrisa llena de gotitas de sangre reseca, eso basta.
Con esta dieron comienzo las noches sanguinolentas, llenas de dulce paladear de sangre y babas. Noches de sábanas blancas, rasguños y mordiscos. Y sangre, simplemente sangre.
Kla, que no dejaba de sorprenderse por la actitud masoquista de su amante, se sentía satisfecha tras cada batalla cuerpo a cuerpo, boca a boca, diente a carne. Es increíble el nivel comunicativo que pueden alcanzar dos cuerpos. Sus cuerpos revueltos hablaban más de lo corriente, casi se chillaban con cada movimiento, cayendo de nuevo en el susurro de las caricias. Siempre en silencio, diciendo más con gestos de lo que hubieran sido capaces de explicar mediante palabras, dos mimos que sólo jadean. Cada arañazo un grito, cada mordisco una ofrenda, cada llaga una promesa. Rasguños que eran grandes conversaciones cutáneas. Cada mirada a la sangre ajena una idolatración al otro, cada herida un juramento de amor. Las cicatrices plasmaban su deseo de estar juntos por siempre jamás, hasta que la muerte los separase sin necesidad de boda. O quizá más, porque el cuerpo de Práxedes pedía cada vez más y más violencia, sin atreverse a hacerle a Kla lo que él le pedía que le hiciera. Ella se olvidó un poco de sus ideas antropófagas, acordándose sólo de cuando en cuando, mientras intentaba descifrar qué era aquello que parecía decirle el cuerpo de Práxedes en cada noche de pasión sangrienta, algo así como un mensaje subliminal en los mordiscos y caricias, algo que ella no llegaba a entender. Algo que esperaba acabar descubriendo, pero... ¿el qué?


-Quiero morirme. – Dijo el huesudo Práxedes junto a la ventana sin atreverse a mirar a Kla. Lo dijo masticando las palabras, mirando otro estúpido amanecer tras los grandes ventanales. Luz. Los primeros rayos bañaban el rostro del somnoliento ángel caído al que se asemeja la acostada Kla, tumbada entre sábanas blancas y luminosidad.
-Quiero morirme. –Repitió casi en un susurro.
Kla levantó la cabeza. Práxedes corrió violentamente las cortinas, poniendo fin a la quietud de la escena, asesinado la luz para entregarse a la penumbra. Kla acabó de incorporarse y él corrió a refugiarse entre el paraíso que guardaban las sábanas. Se acurrucó en su pecho mientras ella lo abrazaba. No lloraba, sólo estaba quieto, sereno, con la tranquilidad de haber confesado su mayor secreto a la persona que más amaba en el mundo. Ni siquiera esperaba su reacción. No esperaba nada, ni rechazo, lástima ni angustia. La conocía suficientemente bien como para saber que no se opondría ni pediría sollozando una explicación para, finalmente, decirle que necesitaba un psiquiatra. Confiaba en que Kla, su Kla, incluso lo ayudara a elegir el método y estuviera presente en el momento del suicidio. Sólo si ella quería, por supuesto, no iba a obligarla a ver cómo moría. No sabía cómo sobreviviría ella a su muerte, pero tampoco importaba, cada uno es responsable de su propia supervivencia. Ella lo comprendería, sin sufrir, sin darle mil vueltas. Lo aceptaría y querría estar al borde del abismo cuando todo sucediese, seguro.
Invirtieron el abrazo, Kla pasó a ser la presa en brazos de Práxedes. La chica se escabulló y se encerró en el aseo. No quería que la viera llorar. En realidad no comprendía por qué lloraba, ¿no era esto lo que ella quería? ¿No era la oportunidad de convertir su amor en algo sublime? Sí, pero... “Lo quiero, lo quiero tanto que... que lo querría hasta muerto”, pensaba y redoblaba el llanto. Lo perdería, iba a morir, lo iba a matar, lo amaría. Se iría para siempre, para siempre. Lo tendría siempre con ella, hasta que los gusanos los deshicieran en un mismo cuerpo. Sus aminoácidos dentro de ella. Dos almas en su cuerpo. Lo quería, lo quería tanto que... lo querría hasta muerto.
Siguió llorando en el aseo hasta que él se marchó. La quería, la quería tanto que se fue y la dejó llorar, esperando que fuera ella quien lo buscara y aceptara su deseo.
Se querían, se querían tanto que...


Bestial, venía dispuesta a destruir. Acababa de pensar en él, en ella, en ellos. Se querían, estaba dicho y decidido.
-Quisiera ser un anélido y disfrutar del festín antropófago de tu muerte.- dijo Kla con palabras semigritadas, desgarradas, que atravesaron el pasillo y se clavaron en los oídos de Práxedes. Lanzó luego una sonrisa mitad amor-pasión, mitad locura, tal y cómo Práxedes le había enseñado a hacerlo. Intentó retorcerse sobre ella y besarla. Kla escurridiza se escabulló, apañándoselas para acurrucarse cerca de su oreja y susurrar:
-Quiero volver a saborear tu sangre.
-Quiero que devores mis heridas.


Sin dejar de sonreírse, bajaron las persianas. Práxedes le alcanzó una cuchilla, a Kla le desconcertó tener tal instrumento entre sus manos. Él la besó y se tumbó en la cama. Ella comprendió justo por dónde habría de moverse. Tomó la cuchilla , metálica, chirriante, y trazó rajitas en las plantas de sus propios pies, mientras Práxedes miraba estupefacto, sin atreverse a detenerla. Su piel blanca, lechosa, ensangrentada. Resistía las lágrimas, a las que vencía con apagados gemidos que Práxedes supo identificar enseguida y le quitó la cuchilla para besarla y saborear la sangre surgente de sus pies de leche. Saboreaba su dolor, sentía su dolor. No podía soportar verla así, tenía que ser él,
el herido, la víctima. Tenía que ser él a quien le fueran sorbidas las heridas y no al contrario. No podía ser de otro modo, así que suplicó a Kla que no intercambiara los papeles.
-Olvida la automutiliación y saborea mis heridas. Quiero sentir tus labios en mis venas.
Kla se sentó y rasgó los pies de él. Cuando las gotas chorreaban encogió las piernas y volvió a replegarse sobre la chica para lamer heridas. Un dolor físico parecido al de aquella escena sería el que experimentaban muchas personas ante la muerte. Él sólo tendría que pasar por eso, por el dolor físico, no sufriría psicológicamente ante la muerte, quizá ni siquiera físicamente, pues el dolor causado por las manos de Kla le parecía un verdadero paraíso.
Arañaban sus costados, se mordían los brazos y amorataban los cuellos. Marcas de uno en el otro, siempre más marcado él que ella, Práxedes se encargaba de no dañar demasiado a su ángel. Antes de que pudieran pensar que necesitaban más incluyeron un completo juego de cuchillas en sus lesiones pasionales. Esta vez el dolor físico era unilateral, Práxedes era rasgado, semidescuartizado por las manos níveas de Kla, que se iban tornando cada vez menos puras. Práxedes gemía, extasiado de dolor y amor susurraba un “te quiero” ahogado por un nuevo corte. Kla escupía en las heridas o lloraba sobre ellas, restregando saliva y lágrimas contra la sangre. Lamía los cortes como si tuviera prisa por llenar su boca con ellos, como si no quedara tiempo. Lamía apretando la lengua, torpe, brusca, caníbal.
Las heridas a cuchilla crecieron, de pequeños cortes en la planta de los pies pasaron a grandes surcos perfilando sus extremidades, brazos y piernas con rectas rojas que parecían trazadas con tiralíneas. Plasmaron el sadismo que ambos vieron siempre en el dibujo técnico: círculos, rectas, paralelas, ángulos. Limpieza, perfección. La perfección es la mejor arma de tortura, ¿ por qué no usar escuadra y cartabón para trazar paralelas de sangre? Sentir el compás clavado en su estómago agudizó sus gemidos. Tras cuadricular sus extremidades y crear una preciosa estrella en sangre sobre su espalda, Klatorturadora pasó a succionar la sangre de Práxedesvíctima y escupirla sobre un lienzo blanco, donde quedaría plasmada la prueba material-artística de su desaforado sádico-amor. Aquel lienzo sería el recuerdo que guardaría de su amado, la obra artística que le recordaría que ella era parte de su vida y de su muerte, la prueba de que se necesitaban el uno al otro desesperadamente: él como materia prima, ella como ejecutora de crímenes consentidos.
Las lágrimas de Kla también se incrementaron, dulce mezcla la de sangre y lágrimas. A veces él ayudaba a lamer las heridas, formando una orgía de carne, lenguas, sangre, saliva y dientes. Su parecido hacía casi imposible distinguir de quién era tal lengua o cual diente de cada uno.
No lo habían planeado, pero el fruto de la confesión de Práxedes de querer morir dio lugar a noches que incrementaban su brutalidad y guardaban cada vez más parecido con el aire gore de las películas de Klateenager. Dicho incremento parecía conducir al inevitable final, aún más sangriento final. Añorado y deseado final.

Cada día, Kla hundía la cuchilla unos cuantos milímetros en su carne. Consiguieron una colección de hermosas cicatrices, cada vez más profundas, esparcidas por los miembros de él. Dolor in crechendo. Sabía que era irremediable, la muerte como objetivo. Práxedes pedía amor, sexo, dolor, muerte; para los tres primeros hay posible escapatoria, pero muerte y arrepentimiento no resultan demasiado compatibles. Lo sabía, pero era su decisión, no podía seguir viviendo con la duda de qué es la muerte en la cabeza. Por fin iba a descubrirlo.
“Quiero estar contigo cuando estés al borde, quiero que agonices dentro de mí. Quiero amarte más allá de la muerte”, recitó Kla mecánicamente, sentada junto a la ventana, justo el mismo lugar en el que él le había confesado su deseo de suicidarse. Práxedes, aún en la cama, parpadeó inexpresivo, quizá ocultando su asombro. Pasó un buen rato hasta que se levantó y cogió a su Klaángel por la cintura, besándola sin sangre, sin violencia, casi sin dientes, acariciando su paladar para decirle que no quería volver a hacerle daño. “Estuvo bien jugar a herirnos mutuamente, pero yo soy el único que persigue el dolor. Tú eres la personificación del placer, mientras yo ansío el sufrimiento físico. Necesito dolor, te necesito a ti”. Fijó su ojos en ella. “Quiero morirme”. Kla comenzó a llorar sin desenredarse de sus brazos. Conocían el final de la historia, su historia, y ella sería la asesina. Lo sabía, lo sabía. Los dos querían que así fuera, pero la idea la torturaba y la seducía de tal modo que no podía más que llorar y sentir un placentero cosquilleo al mismo tiempo.
“Ahora”, susurró el cuerpo sudoroso de Práxedes sobre el de Kla. Ella tembló. Ahora. Fuerte, contundente. Ahora, ya nunca. ¿Qué importa el tiempo en el período de descuento, cuando ya no existen horas, minutos ni segundos que valgan? Tomó la cuchilla en su mano derecha y procedió a dar comienzo al delicado ritual. Rasgó con fuerza las palmas de sus manos, se abrazaron ensangrentando sus espaldas. Mezclaron sexo y cortes en las venas. Kla desgarró su espalda, mezclando orgasmo y sangre, fluidos y sangre. Práxedes se desangraba, gemía, gritaba de placer y dolor. Gritaban, temblaban y se desvanecían sincronizados, cada uno por razones evidentemente distintas. Los ríos de sangre llegaron a sus bocas y se entremezclaron con saliva y demás fluidos. Besos rabiosos. Ojos de desesperación, de locos, la sangre fluyendo, el cuerpo de Kla sacudiéndose rítmicamente, grititos, gemidos... el lienzo blanco que se iba llenando de trazos cuando Klaartista lo veía conveniente. Kla cayó extenuada contra la cama, se quedó dormida junto a él, que tenía el cuerpo destrozado y los labios llenos de sangre.
Kla despertó, lo abrazó y se colocó sobre su pecho. No escuchó ese tic-tac familiar de su corazón. Estaba frío, Práxedes no despertó. Kla lloró, gritó y tembló maldiciéndose a sí misma por ser la “asesina”, maldiciendo a Práxedes por su curiosidad, maldiciendo a la muerte y sus propias parafilias. Intentó detenerse y echarse atrás. Se odiaba, se odiaba intensamente, pero el instinto no la dejaba retroceder. Más que instinto, era amor. El amor no podía permitir que diera por finalizada aquella tarea que se habían prometido.
Tras el tiempo que gastó en maldiciones y lamentos se dio cuenta de que el cadáver estaba cada vez más y más frío. Sus labios se tornaban lilas con puntitos de sangre en ellos. Aún así, decidió continuar. Había soñado mil veces con tener a Práxedescadáver dentro de ella, igual que antes soñó lo mismo con Javi. Sexo vida-muerte. Cogió el pene de Práxedes y lo introdujo en su vagina. Lejos de obtener el placer con el que soñaba, notó como el frío mortecino ascendía por su útero, llenando no el cuerpo de él de vida, sino inundando el suyo de muerte. Un calambrazo frío le sacudió el espinazo. Incluso dolía tener aquel órgano inerte dentro de ella; dolía y helaba, era imposible sacar un mínimo de placer de ello. Frustrada por la decepción de la necrofilia, su amor desesperado buscó una solución que supliera el desencanto. Se dispuso a consumar el ritual: lo abrió en canal con el mismo filo que había degollado sus muñecas y encajó su cabeza entre las costillas, lamiendo y devorando. Suculentos manjares en crudo: corazón y demás vísceras. Un paladar fino se habría repugnado por la vulgaridad del sabor de aquellos órganos, pero para Kla era el mejor alimento que podía ofrecerse a sí misma y a su amor muerto.
Tras el festín, se acurrucó en la puerta, ensangrentada y lacrimosa. Cayó dormida y se quedó allí acurrucada, inmóvil, tirada en el suelo con una sábana de color inverosímil cubriendo su tristeza y amor inmortal.
Ahí estuvo durante tres días. Hasta que el hedor se escurrió por debajo de la puerta y fue olfateado primero por los perros de la vecina del tercero, luego por toda la escalera. Llamaron a la policía para que averiguaran el por qué del olor putrefacto. Cuando la encontraron, Kla era sólo un amasijo de huesos enredados, temblorosa, con manchas de sangre reseca y vómito. Cuando la encontraron, asustada, inocente, con los ojos llorosos , tal vez ya no fuera ella misma, sino una deformación mucho más frágil de la que había sido. Una Kla llorona, titubeante, desnuda e insegura. La envolvieron en una manta y la metieron en la ambulancia. Balbuceó unos cuantos lloriqueos y perdió el conocimiento. Al momento llegó el juez y ordenó el levantamiento del cadáver.

* * *

Lo último que recordaba eran sus piernas llenas de sangre y un hedor espeluznante que la inmovilizaba, así que no es de extrañar que se asustara al abrir los ojos y verse en medio de una habitación blanco nuclear, vestida con un camisón blanco abierto por detrás, limpia, sin sangre ni pedacitos de vísceras. El olor -antes de cadáver putrefacto- se había convertido en aroma a rosas sintéticas nacientes en el ambientador. No había nadie en la sala. Le apetecía estar con Práxedes, quería que él la protegiera y le explicara por qué había cambiado radicalmente el escenario. Recordó que estaba muerto. Rememoró el cadáver en la cama, sus propias manos cortándole las venas, la sangre, las vísceras. Su boca lamiendo y engullendo órganos. La muerte. Kla se retorció y comenzó a llorar. Silenciosa, pero acompañada de leves gemidos y contracciones nerviosas, provocadas por los escalofríos que recorrían su cuerpo.
Dos hombres vestidos de blanco entraron en la habitación. Kla pensó que era una asesina. Se encogió, intentando escondier la cabeza entre los muslos. Pensó que lo quería, se estiró mientras gemía. Los hombres de blanco se acercaron. Ella lloraba cada vez más escandalosa, desperada por saber que no tendría nunca más a su Práxedes, por saber que no pudo disfrutar , tal y como tenía planeado, de él en su muerte. Si ella hubiera sido un chico y él una chica todo habría salido a pedir de boca, pero así... era frustrante. No fue bonito ni placentero. No. No, ¡no! El ruido del llanto se hacía insoportable, uno de los hombres le cogió el brazo, ella intentaba liberarse de aquella zarpas con zarandeos de un lado a otro de la cama. Pensó que lo quería. El hombre la inmovilizó. Ella lo amaba, ¡oh!, sí lo amaba. En la mano del otro apareció una jeringuilla que le inyectó algo en vena. Una sacudida, un último gemido, pensó que ya no pensaría más. Kla dejó de moverse, en parte por el calmante, en parte porque sabía que no merecía la pena.
Se invirtió. Le dio la vuelta a su cerebro, desactivó todas las funciones que consideró inútiles y se dedicó a obedecer sólo a actos de vital importancia, ni siquiera pensar. Dejó el habla reducida a unos cuantos balbuceos que podían interpretarse con uno u otro sentido según la ocasión. Su cara pasó a llevar siempre una expresión serena, pero a la vez pasmada y asustadiza. No reconoció a aquellas personas que vinieron a traerle flores, que la abrazaban y se echaban a llorar. Igual que tampoco sabía quiénes eran ésas otras que venían , vestidas de blanco, cada mañana a traerle el desayuno. Se limitaba a comer y dormir, no importaba el tiempo que pasara durmiendo, había olvidado qué era eso del tiempo. No importaba nada, no porque la muerte de su amado hubiera trastornado su mente, sino porque su propio cerebro decidió que la desconexión casi total del mundo exterior y de sus propios pensamientos, ideas y sentimientos, sería la única forma de no caer en la locura en que intentarían sumergirla los demás. También conseguiría escapar del sufrimiento y la sensación de culpabilidad, pues sabía que ambos son sentimientos igualmente inútiles.
Convertirse casi en un vegetal tal vez no fuera una solución inteligente, pero no era la inteligencia la que iba a mantenerla con vida. De haber seguido siendo Kla -soñadora, perversa, amante- habría acabado empujada al suicidio. Lo sabía, al igual que sabía que quería vivir. La muerte la apabullaba, no la muerte de los demás, sino la suya propia. Le atormentaba la idea de morirse. Fue ella quien decidió adaptarse a esa especie de shock, inmovilizar parte de sus neuronas sería lo único que le permitiría sobrevivir.
Durante semanas los psicólogos se rompieron la cabeza intentando descifrar sus balbuceos. Tras creer que habían logrado comprender el significado de unas cuantas frases, y no habiendo conseguido encontrar en el comportamiento de la paciente rasgos de racionalidad, decidieron que podría estar presente en el juicio aunque se encontrara incapacitada para declarar. Se la acusaba de asesinato, necrofilia y antropofagia; crímenes todos ellos cometidos en la persona de Práxedes Yepes Egea.
Su madre le trajo algo de ropa. Una enfermera se encargó de vestirla con unos vaqueros y camiseta negra, le recogió dos mechoncitos de pelo con una pinza y le dio un poco de carmín en los labios, ocultando su color pálido característico. El día del juicio Kla estaba tan bonita como ausente su mente. La camiseta negra le daba cierto aire de criminalidad, compensado con la inocencia que aportaba el escueto peinado y su boquita entreabierta y balbuceante.

La sentencia fue clara, al igual que lo fueron los estudios psiquiátricos que usó en su beneficio el abogado defensor. Se interinaría a Kla en un psiquiátrico, quedando libre de cargos. No se la consideraba responsable de la muerte de Práxedes, ya que varios informes psicológicos de éste cuando era niño -desempolvados para la ocasión-, mostraban una conducta suicida que podía explotar en cualquier momento. No quedaba claro si se trataba de un crimen pasional o de un asesinato consentido, una mezcla de eutanasia y suicido muy retorcidos.
El tema de la necrofilia -se habría demostrado que Kla había ingerido trozos del cadáver-, se resolvió con que sus facultades mentales se deterioraron de forma trepidante tras la muerte de su novio, así que no era responsable de sus actos en el momento del festín antropófago, siendo ésto el fruto de su enajenación mental.
Sin nadie que tuviera nada más que alegar, pues todos reconocían el fuerte deseo de Práxedes de poner fin a su vida, y estando la salud mental de la acusada más que debilitada, se cerró el caso. Trasladaron a la declarada inocente al hospital psiquiátrico.

* * *
Kla brillaba. Brillaban sus ojos y sus manos, brillaba su pelo y su garganta apagada. Desde el día que recobró la conciencia acostumbraba a pasar todo el día acurrucada en un rincón de la habitación en la que se encontrara, mirando absorta y asustada lo que la rodeaba; justo en la misma posición en la que estaba cuando encontraron el cadáver de Práxedes. Permanecía allí tirada todo el día, recostándose y dormitando un poco si le entraba sueño.
Los médicos dijeron que había posibilidades de que ese bloqueo mental fuera un estado transitorio, podría remediarse tratándola de forma intensiva. Metieron a Klaasustadiza en una habitación completamente blanca, vacía, con una cama igualmente clara en un rincón y una ventana alta, con barrotes, que inundaba el cuarto de asquerosa luminosidad. Su madre la despidió con un abrazo y la dejó allí, sentada en la cama, pálida y clara, perdida, extraviando la mirada en la pared de enfrente. Mientras tanto, Kla, ajena a todo y a todos, eligió enseguida el rincón en el que asentaría su ensimismamiento, sería la esquina derecha, justo enfrente de la cama. Estaba tan guapa en la cama del psiquiátrico que Práxedes habría enloquecido de haberla visto así.
Le asignaron una enfermera, que sería la encargada de mantener a la flor igual de guapa que el día en que llegó al hospital. La lavaba todos los días, la peinaba, la vestía y le daba de comer mientras le contaba cualquier cosa -qué tal le iba con su nuevo novio o lo bien que estuvo la película que vio la tarde anterior-. Klamuda no respondía ni daba impresión de que escuchara. A la enfermera no pareció molestarle, de todos los enfermos que atendía ella era su favorita, hasta su silencio resultaba cómodo. Quizá fuera por el hecho de que Kla pareciera siempre un ángel, una niña miedosa escondida en su rincón, frágil y quebradiza. Cualquiera que la viera habría dado la vida por proteger sus manos temblorosas.
La enfermera se encargaba de levantarla de la esquina y acostarla en la cama todas las noches. Por la mañana, en cuanto Kla se despertaba, corría de nuevo a refugiarse a su rincón, hasta que la arrastraban a sus dos horas de consulta diarias, en las que los psiquiatras y demás doctores nunca consiguieron sacar nada nuevo, y le hacían tragar tres comidas al día con sus fármacos correspondientes. La trataban como una muñeca en un mundo de locos, precisamente lo que ella era.
Kla continuaba amando a Práxedes desesperadamente, en su aparente locura la consolaba el hecho de que parte de él hubiera quedado reducido a aminoácidos dentro de su cuerpo. La eternidad los conserva. Algún día los devorarán juntos los gusanos, porque él ha pasado a formar parte de su cuerpo.
Los primeros quince días transcurrieron sin novedad, con Claracallada escondida en el rincón. Hasta que una noche comenzó a hablar en sueños, siempre las mismas palabras: “Te querría hasta muerto”. La oda al amor que había marcado su vida se unía a los gritos y gemidos de esquizofrénicos, y demás locos, que llenaban de sonidos de agonía las noches del psiquiátrico.

Práxedeskla. Klapráxedes. Amoricidio antropófago.¿Quién dice que el amor no es un juego de locos?


Ilustraciones por cortesía y arte de Lex Gar San.

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