martes, 18 de septiembre de 2007

A-More (2004-2005)

A More le daba vueltas la cabeza, la habitación giraba y giraba sin parar. Cama, estanterías y libros se agitaban con movimiento circular. Si cerraba los ojos podía sentir como todo volvía a la calma. Se entretenía parpadeando, primero despacio, luego violentamente.
Estaba sola, tan sola que buscaba compañía donde sabía que no la encontraría. Buscaba soledad, compraba soledad. Comía sola y sonreía al vacío. Iba a tomar café sola y se miraba, alegre y coqueta, en el espejo de la pared del fondo, exasperando a un camarero que se había encaprichado de ella. Físicamente se encontraba casi siempre rodeada de gente y supuestos amigos. Reía y charlaba a menudo, incluso seguía teniendo algún amante esporádico con quién compartir la soledad del amanecer. Únicamente ella conocía el secreto: estaba sola, como siempre había estado y siempre estaría. Los demás no se daban cuenta de que, en realidad, no era la chica sonriente y socialmente activa que parecía, pero es que los demás rara vez ven más allá de sus propias narices.
La soledad puede llegar a ser un buen amante, More la desvestía y la metía en su cama. Ésta sabía moverse ágilmente por cada recoveco de su cuerpo, dando aquí y allá exactamente lo que cada órgano necesitaba. La soledad tenía cada noche nombre distinto. La soledad no entiende de género, no sabe de palabras ni consuelos. Sólo tolera el sexo explícito, sin amor. El descubrimiento de que la soledad excluye necesariamente el amor fue lo que le hizo percatarse del agrio secreteo de su existencia: estaba condenada a la soledad. Pues, el amor, ya se había encargado ella de guardarlo en tarritos de cristal.
More no quería enamorarse. No señor, ella no quería enamorarse por nada del mundo. De niña le habían hecho ver mil películas, la habían llevado a cuatrocientas obras de teatro, había leído un montón de libros y le habían contado tropecientas historias; podía asegurar, a ciencia cierta, que más de la mitad de ellas eran de amor. La pequeña acabó viendo el amor como algo monótono y aburrido, un sinvivir lleno de sufrimiento, egoísmo y agonía. Una infelicidad perpetua en busca de una alegría inexistente. Afrontar todas las historias que conlleva el “Me quiere, no me quiere” deshojando margaritas le parecía completamente inútil, ella no debería caer en semejante bobería.
Si bien estos pensamientos la convertían en una niña un tanto perversa, también la hacían totalmente vulnerable ante la realidad diaria a la que tenía que enfrentarse. Sus ideas originaron miedos más infantiles, no había situación amorosa que no le provocara un escalofrío o la hiciera soltar un par de lágrimas. Sólo con pensar en la palabra “amor” el miedo cristalizaba en sus ojos. Se escondía cuando alguna escena amorosa se colaba en su televisor, temblaba cada vez que una canción de amor sonaba en la radio, incluso estallaba en lágrimas cada vez que veía a papá y mamá besándose.
Llegó a la conclusión de que enamorarse era lo peor que le podía pasar en el mundo. ¿Qué necesidad hay de entrar en la cuerda floja del amor, en la que tan pronto puedes ser feliz o desgraciada? ¿Por qué correr riesgos pudiendo ser feliz sin depender de nadie? Además, estaba esa extraña forma de comportarse de los enamorados: atontados, con media sonrisa estúpida pegada en la cara, babosos como ellos solos. El panorama no parecía muy atractivo, todo lo contrario: mortificante, horrible. El temor a caer enamorada era tan grande que no la dejaba dormir y, cuando lo conseguía, la asaltaban horribles pesadillas, en las que se veía a sí misma acercándose a un chico para besarlo y lanzarle un estúpido “te quiero”. Lograba escapar del sueño a base de gritos y pataletas. La niña puso en marcha su mente infantil para encontrar la protección necesaria con la que enfrentarse a tal sentimiento. Era consciente de que no se trataba de un miedo de esos que se vencen con un achuchón de mamá ni abrazando fuertemente su osito de peluche. Este pavor no era equiparable al que pueden causar el coco o el hombre del saco. Ni su madre ni su osito intervendrían para salvarla de su fobia al amor, tendría que hacerle frente ella sola.
Tras desechar la idea de no enamorarse nunca -las mil películas que había visto demostraban que era imposible no sucumbir alguna vez ante el embrujo del monstruo amoroso-, y otros descabellados artilugios para no caer víctima del amor -como cerrar los ojos cuando viera un chico, o pincharse con una aguja cada vez que creyera que podía enamorarse-, dio con la solución que prometía ser más eficaz: el vómito.
Fue una amiga de su hermana quien describió el amor como un cosquilleo que empieza a tintinear en el estómago, para ir expandiéndose, dulcemente, por el resto del cuerpo. La niña llegó a la colusión de que si conseguía extirpar esa sensación en una etapa temprana -cuando aún se encontrara en el estómago-, podría evitar la propagación del sentimiento por el resto del cuerpo. La única forma que conocía de sacar algo del estómago, con cierta rapidez, era vomitando.
Encontrar este antídoto contra el amor le proporcionó la suficiente seguridad para abandonar sus temores, dotándola de cierta superioridad ante cualquier referencia amorosa. Guardó el descubrimiento de su método asesina-amor durante dos tiernos años, sin que se presentase la ocasión de llevarlo a la práctica. A los nueve años, turbada por las sensaciones que generaba en ella su compañero de pupitre, comprendió que había llegado el momento: ahí estaba el amor, ahí ella, ahí sus dedos. Dentro dedos, fuera amor. Ella, sólo ella y la gran satisfacción tras su primera vomitona. El cosquilleo desparecía, funcionaba. Eficacia cien por cien. El éxito hizo que continuara fiel al método. A partir de entonces, cuando un cosquilleo de amor se removía en su estómago, ella introducía hábilmente los dedos en la garganta y... voilà!, ahí estaba el amor: una mezcla de jugos gástricos y comidas ligeras. Totalmente efectivo, si no ¿cómo explicas que después de vomitar los cosquilleos propios del enamoramiento desaparecieran?
La primera vez que lo hizo le pareció asqueroso, pero no iba a renunciar a aquella fantástica técnica sólo porque resultara repugnante. Más tarde pensó que sería buena idea guardar el amor, no sería ético ni moral tirar una cosa tan preciada como nuestros sentimientos. Tras llenar los tarros de amor vomitado los etiquetaba: “Amor a tal”, “Amor a cual”... Resultaba curioso la de gente a la que había llegado a amar, aunque sólo hubiera sido durante un instante.
Afortunadamente sus vomitonas estaban muy esparcidas a lo largo de su vida, haciendo que su esófago no sufriera demasiado la agresión de jugos gástricos y otros ácidos digestivos. Hasta que apareció él, el chico que no era especialmente atractivo pero tenía unas manos bonitas. Se vieron varias veces antes de que el sentimiento apareciera. Se tropezaban en el metro y se miraban de reojo, o se cruzaban en el supermercado, coincidiendo ante la última caja de cereales. Se dirigían miradas curiosas durante unos instantes, para apartar la vista luego y proseguir su camino, olvidando por completo al otro.
El fruto de sus encuentros fortuitos llegó pronto. More caminaba con prisas por la calle, había alguien en la esquina, pintando. Sus ojos se clavaron en las manos del pintor sin dirigirse antes a ningún otro sitio, ni cara, ni cuerpo, ni nada. Él movía las manos con agilidad, una sujetaba la paleta llena de colores, la otra danzaba con un pincel entre las yemas de los dedos. Manos pálidas, casi níveas, salpicadas de manchas de pintura roja que parecían imitar sangre. More se moría de ganas por morder y saborear esas heridas ficticias. El chico notó la mirada y volvió la cabeza, ninguno recordó haber visto nunca antes al otro. Ella abandonó el ensimismamiento en sus extremidades para fijarse en su cara, en sus ojos. Estaban frente a frente. El pintor esperaba que la chica dijera algo. Ante su mudez, él abrió la boca, con intención de articular alguna estúpida palabra fuera de lugar, hay momentos en los que sólo procede el silencio. Justo en ese instante More lo sintió: el cosquilleó nacía en su estómago. Echó a correr calle arriba, vuelta a casa, dejando al chico con la palabra en el filo de los dientes . Vomitó todo el desayuno en un bote. Etiquetó el mejunje como “Amor a manos”.
Al día siguiente él volvía a estar en la esquina, pintando. Le comía la curiosidad por averiguar quién era la chica de la tarde anterior, la que había echado a correr sin decir palabra. Tenía la esperanza de que apareciese, le parecía tan bonita... y apareció, aquella esquina era camino ineludible de More para salir de casa. Muerto el amor More pretendía llevar al chico a su casa y compartir algo más que miradas. Muerto el amor no había peligro ni miedo, quería jugar y averiguar el secreto que escondían esas manos. Se repitió la escena del día anterior, en la que se plantan frente a frente y ninguno dice nada. Ella sonrió, él dibujó una sonrisa en el lienzo. Ninguno se atrevió a hablar. More incrementó la sonrisa enseñando sus dientes menudos, él empezó a preguntarse cómo sería tocar esos dientes. La respuesta llegaría pronto, cuando abandonaran el menos común de los sentidos y se entregaran a esa sensación conocida como deseo. Ella se acercó y cerró los ojos sin dejar de sonreír, él miraba perplejo, idolatrando sus dientes. Estaba tan cerca que no pudo elegir la opción de no besarla. El beso más largo conocido en esa esquina. Lenguas, saliva, dientes. Dos desconocidos, cero por ciento de amor. “Perfecto”, pensó More. Dejaron la sonrisa dibujada en el lienzo y corrieron a su casa. Fue fantástico poder sentir, por primera vez en mucho tiempo, que no se había sentido sola.
Siguieron viéndose cada día, besándose en la esquina cuando ella bajaba con prisas y él pintaba. Ella sonreía, él trazaba sonrisas en el cielo de sus cuadros.
El terror volvió a More un día en que su nariz volvió a encontrarse con la del chico. Apenas se habían rozado sus labios cuando un cosquilleo zumbó en su estómago. No tuvo tiempo de parar el beso, pero si pudo interrumpirlo a la mitad, dejando la boca de él insaciada y a medias. Se disculpó, volvió corriendo a casa para matar la sensación. Era extraño, nunca había vomitado dos veces por la misma persona. Almacenó el vómito y se enjuagó la boca. Volvió junto a él y continuaron donde se habían quedado.
A More le gustaban sus manos y su compañía. Pensó que si vomitaba cada vez que sintiera surgir el amor no podría enamorarse de él. No amor, no sufrimiento, ¿dónde estaba el problema? El chico, que no sabía nada de vómitos ni de asesinar sentimientos, fue enamorándose paulatinamente de ella, mientras More recurría a expulsar alimentos vía oral con cada vez más frecuencia, incluso tuvo que vomitar dos veces seguidas en una ocasión. El maldito amor no la dejaba en paz.
De las tardes de pasión apresurada besándose en la esquina pasaron a las noches tenues y dulces, al amanecer de las cuales ella tenía que salir corriendo a llenar otro bote. Cada noche era más larga y más hermosa, el chico, sin atreverse a decírselo, sentía que la quería más y más. More sabía que no podía dejarse arrastrar, no quería ser una desgraciada enamorada. No, ella no había nacido para el amor, quería ser feliz... era feliz. El amor sólo parecía sinónimo de egoísmo y sufrimiento. Él se enamoraba y ella huía, llenando más y más botes. La colección aumentaba con etiquetas varias: “Amor a manos”, “Amor a óleo”, “Amor a noches”... Nombrar cada tarro con palabras que no hicieran referencia directa a él le hacían sentir que controlaba la situación. Además, la sensación originaria del amor nunca se producía en ella por una persona propiamente dicha, sino que eran ciertos detalles de cada chico los que le hacían estremecerse.
La agonía llegó con el vómito número diecinueve, cuando su esófago empezaba a resentirse del paso de jugos gástricos y su boca se acostumbraba al sabor ácido de la bilis. Escribió la siguiente etiqueta: “Amor a él”, sólo y exclusivamente a él, a su persona por completo. No a sus manos, sus ojos o su pelo, había sentido el maldito cosquilleo provocado por el recuerdo de él, de toda su persona, todo él. Respiró aliviada, había conseguido mitigar el sentimiento. O eso creía, un instante después un escalofrío recorrió su cuerpo. El cosquilleo del estómago volvió, expandiéndose rápidamente, deslizándose por sus muslos, llegando a sus tobillos y haciéndolos temblar. El cosquilleo jugueteó con su ombligo y continuó subiendo hasta los pulmones. Al llegar al pecho explosionó, se hizo inmenso, plasmándose en latidos fuertes y sonoros de su corazón, que parecía pedir a gritos ser vomitado. Estaba aterrada, la sensación era demasiado fuerte, tenía miedo de ahogarse, de perderse en ella. Sus pensamientos eran laberínticos, temía no encontrar el camino de vuelta. Lo amaba, sí, lo quería. Quería extirpar el corazón del chico y saber que lo tendría siempre a su lado, sería capaz de suicidarse si él dijera que no sentía lo mismo. Vomitó dos, tres veces. Lo intentó una vez más, pero ya no le quedaba nada en el estómago, el resultado fue una irrisoria papilla blanca. La sensación se calmó, el cosquilleo dejó paso a mareos y dolor de cabeza.
Extenuada -vomitar cuatro veces requiere más esfuerzo físico del que parece-, se tumbó en el suelo, sumergiéndose en un estado de semiinconsciencia. Cuando volvió a abrir los ojos notó cómo la sensación del amor volvía a aparecer suavemente, para luego apoderarse de ella de nuevo, poseyéndola y sacudiéndola con fuerza. Su cabeza, que había conseguido sobrevivir a un dolor infernal, batallaba para encontrar la fórmula mágica que acabara con esa indeseable avalancha de sentimientos. El amor era demasiado fuerte, la aprisionaba. Lo amaba, lo amaba infinitamente en aquel momento.
La batalladora More sucumbió con lágrimas en los ojos, si no puedes vencer a tu enemigo únete a él. Decidió dejarse vencer, abandonar la lucha. Realizaría el proceso inverso y recuperaría su amor. Estaba dispuesta a entregarse, a resignarse y aceptar la derrota. Se dirigió al armario donde guardaba sus tarros de amor embalsamado y fue vertiendo su contenido al váter en orden cronológico, hasta llegar al etiquetado como “Amor a manos”, donde empezaba la colección dedicada a él. Sentada en el suelo de la cocina, rodeada de sus queridos tarros, comenzó a beber. Bebió el primer bote con tragos largos y desesperados. Continuó con los demás, suavizando los tragos, que pasaron a sorbos de lento y angustioso paladear. Las náuseas turbaban sus ojos ascendiendo como una marea. Al llegar al tarro denominado “Amor a él” se derrumbó en el suelo, desmayada. Cuando recobró la conciencia el sabor del vómito le abrasaba la lengua. Al contrario de lo que ella esperaba, no quedaba rastro del indeseable sentimiento, el cosquilleo se había esfumado. Había tragado todo el amor, ¿no se suponía que debía éste debía hacer que quedara automáticamente enamorada? Pensó que sí, que en verdad debería estarlo. Resultaba lógico que ya estuviera enamorada. No notaba nada diferente, se sentía serena, apaciguada, sin un suspiro ni un latido de más. Sonrió al espejo y pensó “No es tan malo como creía”, estiró la sonrisa. Sin darle más vueltas corrió a darse una ducha, resultaba más urgente deshacerse del asco, única sensación que la invadía en ese momento.
Tal y como creía que debía actuar en su nuevo papel de enamorada, se dedicó a pensar en él mientras se secaba el pelo. Su cuerpo se llenó de cosquilleos e impulsos nerviosos, las lágrimas se le escapaban. El llanto se agudizó, incluso se escuchaban sus gemidos por encima del ruido del secador. Acabó tendida en el suelo del aseo, llorando y retorciéndose. Se creyó víctima del mundo, no sabía cómo jugar con esa sensación desconocida que era el amor. Pensaba que ella no tenía la culpa de nada de lo que le estaba ocurriendo. Era el mundo, el mundo había creado sensaciones horribles para hacer sufrir a muchachas felices como ella. El victimismo y la autocompasión la amordazaban contra la pared. “Él o yo”, único pensamiento posible.
El desconcierto la llenó de dudas, las dudas derivaron en victimismo, el victimismo en autocompasión, arrojándola a una espiral autodestructiva de la que era prácticamente imposible escapar. Algo hizo crash dentro de ella. La autodestrucción sufrió metamorfosis para transformarse en egoísmo, que condujo a la sinrazón. Ésta la adentró en un shock nervioso que duró un par de días, durante los cuales sólo pudo actuar de forma mecánica, no pudiendo hablar ni pensar, ciñéndose a realizar actos de vital importancia.
Una mañana, despertó. La sinrazón dejó atrás su fase pasiva para activarse, para tramar locuras de acuerdo con lo irracional, con lo no plenamente humano. Tras la cita apasionante de “Él o yo” se alzó el “Yo” como única opción de supervivencia.
Llamó a su amante pintor, quien fue a verla esa misma tarde. Se encerraron en la habitación del piano. More lo besó brusca, torpe, desesperadamente, hasta que la lengua le pegó tirones por lo mucho que intentaba introducirse en su garganta. Mordió sus labios hasta hacerlos sangrar. Pasaron horas mirándose, sin que él se atreviera a decirle lo mucho que la había echado de menos en los últimos días. Ella tendió la mano, ofreciéndole algo. Él dibujó una sonrisa, aceptando el ofrecimiento, participando de los juegos pseudoinfantiles de More, juguetes químicos creadores de paraísos. Jugaron a besarse pasando la pastilla de boca a boca, acabando intencionadamente en la de él.
Dibujó una sonrisa en un folio arrugado, ella soltó una carcajada y lo besó en la mejilla, haciendo que se sonrojasen como niños. Sus pupilas se agrandaban y dibujaban figuras en el aire, reían mientras describían los mil dragones, flores y rostros que creían ver deambulando por la habitación. El chico sintió unas ganas enormes de tocar el piano, More se sentó sobre el instrumento. La música y los colores inundaban el cuarto. Ella se asomaba a los ojos del chico, a sus labios, visionando imágenes caleidoscópicas tatuadas en su piel. Se les aceleraba la respiración, a ella sólo un poco, la de él había alcanzado un ritmo vertiginoso, imposible averiguar dónde acababa el sonido acelerado del piano y empezaba el de su corazón.
Luego le apeteció pintar. Mezcló cyan y magenta, quería hacer un retrato púrpura de More sentada sobre el piano. Al comenzar aún sonreía, luego se dio cuenta de lo rectas que le habían quedado las líneas de los labios y la inexpresividad que daba a los ojos el color morado. Arrugó el folio.
Ante su fracaso como retratista, desdibujó su sonrisa, decidió cambiar el lienzo por el aire, la invisible masa gaseosa como soporte para mil pinturas. Ya no le importaba que More nunca le hubiera dicho que lo quería, que se hubiera sentido despreciado, gastado y malgastado. No importaba que ella jamás lo hubiera amado.
El aire continuaba llenándose de rostros, figuras y colores que él mismo salpicaba desde la paleta. Las figuras iban consumiendo oxígeno, haciendo la atmósfera irrespirable. Sus inspiraciones y espiraciones eran cada vez más huracanadas, casi desesperadas, buscando el escaso oxígeno que quedaba. Al fin, cerró los ojos. Intentó decir algo memorable en el momento final, una de esas frases lapidarias por las que se recuerda a uno post-mortem, tenía un último resquicio de fuerzas y le apetecía hacerlo. Faltaban ideas, así que tuvo que cerrar la boca sin decir nada, últimos deseos lisérgicos evaporados. Desorbitó los ojos y dibujó una sonrisa. Después, cayó. Se desplomó en un rodillazo contra el suelo, ya estaba muerto cuando estrelló la boca contra la moqueta .
More bajó del piano. Abrió la ventana, dejando que el viento renovara el aire del cuarto, diluyendo las figuras y colores que habían quedado flotando. Se acercó al cuerpo. Quiso besarlo, sus labios continuaban siendo tentadores. Se arrepintió dos segundos antes, cuando su cabeza rozaba la horizontal y sus narices se tocaban. Salió corriendo de allí, huyendo. Cerró con llave y doble pestillo.
Dibujó una sonrisa. Había vencido.
More asesina a-mor.

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