Ahora los gusanos dirigen sus ojos de anélidos a la tapa del féretro. El festín ha sido satisfactorio, sus barriguitas están llenas y las carnes descompuestas. Las pestilencias llenan los ataúdes, los huesecitos descarnados yacen sobre cómodos cojines de sepulcro. Las falditas de volantes quedan ridículas y harapientas sobre sus bellas dueñecitas esqueléticas.
Las flores se han marchitado o han desaparecido por las lluvias. Ya no hay camelias ni ojos que lloren a las niñas porque todas las flores son peligrosas, porque todas las lágrimas son ácidas.
Los ácidos caen de los cielos. Llueve sobre mojado, bendita sea la lluvia destructora. El sulfúrico hace emanar pestes del asfalto. El mármol se deshace en burbujas y las cruces se derriten. Las gotas penetran en la tierra destruyendo todo cuanto tocan. Desaparecen las lápidas, la arena, las tapas de las cajitas de madera. Los restos de tejido se recosen por efecto aguja de los ácidos abrasivos. Se recomponen las falditas azules y éstas rodean los intestinos recién formados. La generación espontánea de vísceras se sucede. Las telas remendadas recubren su desnudez visceral hasta que aparece la piel –no sin algunas pústulas verdáceas- por debajo de las faldas.
Las niñas salen del suelo, de su agujero ex–tumba ahora corrompido por los ácidos. La primera bocanada de aire se atraganta en sus pulmones. Las pústulas de sus manitas revientan con la tos.
Ahora las niñas miran al cielo con sus ojillos reestrenados. Su putrefracción no huele a nenuco, sus faldas son harapos con los que limpiar alacenas, sus rostros no son angelicales de pómulos rosados. El pus se entremezcla con la sangre reseca y los granitos. Pero no importa, porque de nuevo las niñas miran al cielo y se distingue un poco de sol detrás de aquella nube. Se sonríen, cesa la lluvia. Corren cogiditas de la mano y muestran sus dientecitos amarillentos dentro de esas boquitas de labios sin pielecilla. La felicidad es sus rostros. La belleza es el ínfimo órgano que vuelve a latir dentro de ellas. Sienten amor por el mundo, felicidad por estar vivas, ya ni siquiera recuerdan cómo la no existencia les amargaba el alma. Ya ni siquiera sospechan que una vez no fueron.
Sonríen al cielo. Chapotean en los charcos del campo santo. Cantan. Lalalalalá. No saben que ya cantaron, no saben que ya sonrieron.
De pronto, alguien dispara. Se cierra el cielo, se marcha el sol, caen las nubes.
Y llueve, llueve sobre mojado.
Las niñas vuelven a sucumbir, lenta y placenteramente, a la acción todo poderosa del hombre que acabó con el mundo.
Gracias al cielo que ya estaban cavadas las tumbas.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario