Esta mañana compré un juego completo de ácidos y corrosivos. Me había propuesto deshacerme de todo -o casi- lo que se interpusiera en mi camino. Primero me acordé de las dichosas motas de polvo de mi escritorio, recordé cuánto odiaba tener que limpiarlas. Tomé el primer botecito- un líquido azul burbujeante- y conté que caían tres gotas justas encima de las motas de polvo. En efecto, desaparecieron. El único problema fue que el ácido acabó también con la madera, originando un gran agujero justo en el centro del tablero, por el que se cuelan lápices y folios al más puro estilo agujero negro. Tras ocultar el incidente del escritorio con una cartulina naranja debidamente
colocada, pensé que podría destruir la cacerola de los guisos de mamá. El segundo cacharrito -fluido rosa con chispitas negras- sería el encargado de tal hazaña para el bien de la humanidad (no hay alma que soporte los guisos de mi madre en pleno verano). Veinte gotas fueron suficientes para hacer desaparecer todo el acero inoxidable, quedando sólo las asas como prueba del delito. Las escondí en el macetero de las begonias, no creo que nadie vaya a encontrarlas allí.
Cuando coloqué en su sitio el macetero de begonias pensé que debería emplear
los ácidos en cosas más importantes. Debería destruir objetos que en verdad molestaran en mi vida., cosas horribles causantes de pesadillas. Tras darle muchas vueltas decidí qué era lo mejor que podía hacer: eliminar todos los rastros de las personas que han echado a perder algún instante de mi vida. El líquido naranja-violeta se encargaría de ello. Ardía, el tarro desprendía calor, no podías tenerlo en la mano más de cinco segundos sin notar cómo se abrasaba la piel. Comencé por eliminar las cartas y las postales de vacaciones que una vez me enviaron con la esperanza de que yo hiciera lo mismo desde algún otro lugar de este planeta. Acidé fotos, revistas, discos, libretas y pétalos de rosas secas que hasta la fecha aún conservaba entre versos de neruda. Derretí el móvil porque no podía verter ácido sólo en ciertos mensajes, eliminarlos no hubiera sido ni la mitad de romántico. Hice otro tanto con el ordenador, que se esfumó formando una masa viscosa de cables y teclas. Luego acabé con el televisor y con todas las películas que sabía eran las favoritas de algún conocido.
Por último, me abalancé sobre el teléfono. Me resistí, aguanté las ganas de acabar con dicho objeto hasta que llamara alguien. Yo no quería que fuera ella, juro que no quería que fuera ella. Había rezado por que llamara cualquier persona menos ella. No podía echarme atrás. Contesté a sus preguntas adoptando el tono más ácido que pude. Le dije que viniera, a las cuatro, aquí. Una vez en mi habitación anduvo curioseando, se dio cuenta de la inminente desaparición del ordenador, también quiso saber qué le había pasado a mi teléfono móvil. Pero sin darle demasiada importancia, con esa inocencia suya y sus ojos prisioneros observando cada uno de mis movimientos. Estaba de espaldas, levantando la cartulina que ocultaba el agujero del escritorio.
No le dio tiempo a preguntar el por qué de aquello. Ya empezaba a derretirse cuando quiso volver la cabeza. Cuando su cuerpo quedó reducido glutinosa papilla a los pies de mi cama, me di cuenta de que a mí también se me estaban abrasando los dedos.
martes, 18 de septiembre de 2007
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