Antonio Claret no existía hasta que no se miraba en el espejo. Cientos de Clarets bostezando unos reflejados en otros, extendiéndose hasta el infinito gracias al milagro de los espejos contrapuestos que cubrían las paredes de su habitación. Con cada uno de sus despertares nacía la imagen de cientos de Clarets multiplicándose ante el milagro matutino. Clarets somnolientos, legañosos, perezosos, repetidos ante los primeros rayos de sol. Clarets sin fuerzas para levantarse de la cama o Clarets pletóricos cual amanecer de agosto, pero siempre Clarets caleidoscópicos.
El reflejo daba sentido a su existencia. “Me veo, me reconozco, existo”. Observar su cara, su propio cuerpo, mirarse fijamente a los ojos y suspirar contemplando su boca exhalando el aire, era el mayor placer que podía experimentar. Palpar su cara mientras contemplaba la imagen de sus dedos, los mismos que él sentía, movía y admiraba; acariciar su cara gesticulando a su antojo para ver reflejado el producto visual de aquello que generaba en su mente y plasmaba con movimientos. Nada de lo que él no pudiera ver existía porque no podía comprender que fuera de otra forma. Estando encerrado en casa nada más que eso era real. Creer que había un mundo fuera, unas gentes viviendo y muriendo mientras él estaba allí bebiendo cerveza le parecía poco menos que absurdo. Pero esa convicción, esa creencia ciega en el sentido de la vista, lo había llevado a sentir la necesidad de verse a sí mismo para poder sentirse real. Obsesionado con que su persona pudiera no existir o hasta desaparecer si no la observaba cada cierto tiempo, se rodeó de quitamiedos que resultaron ser espejos. Recorrió mercadillos y anticuarios buscando que encajaran bien unos con otros para poder llenar las paredes sin que quedaran huecos. Espejos rectangulares, redondos, ovalados, de marco dorado o de madera, llenaron las paredes de su cuarto de brillo, reflejo e imagen. Incluso dispuso la cama de modo que su cara se reflejara en todas las paredes mientras dormía.
Antonio no se limitaba a observarse en los espejos de su dormitorio. Una obsesión no es propiamente una obsesión si se reduce a una manía de andar por casa, así que se valía de cada superficie reflectante para ver su cara en cuanto le era posible. Cristales, escaparates, ventanas de coches, charcos, lentes de gafas, incluso molduras plateadas de cuadros, grifos, manivelas y reversos de CDs le servían para contemplarse. Intentaba procurarse una visión de sí mismo cada cierto tiempo buscando a la desesperada cualquier objeto que pudiera devolverle su imagen y sentido.
El problema llegó una loca noche de viernes, cuando sus paredes eran ya dignas de aparecer en monográficos de extravagancias. Lo que en principio sería una cena de viejos compañeros de trabajo derivó en los cuatro locos de siempre, los desparejados ligeros de cascos, bebiendo cubalibres en una discoteca de las afueras.
Las luces parpadeaban. La música era simple: ritmo fácil y melodía inexistente. Bailar, al menos moverse entre golpe y golpe, se convertía en producto de la inercia. Las mujeres ofrecían sus piernas y los hombres sus dientes. El rencuentro llevó a la conversación, de ahí al alcohol y de éste a las risas. No era demasiado lo que cuatro hombres como ellos podían ofrecer, pero el más lanzado no tardó en dar caza a una pelirroja-tapón que les presentó a sus amigas. Bailaron con ellas y acabaron sobándose por parejas. Tras la tercera risa y el segundo beso Claret recordó que hacía mucho tiempo que no se veía, de modo que no podía asegurar que lo que experimentaba con aquella mujerzuela fuese real. Intentó primero observarse en las pupilas de ella, pero la tipa mantenía los ojos cerrados. Excusándose como pudo, fue a por un vaso donde poder reflejarse. Las luces eran demasiado oscuras para que el cristal captase su rostro y tuvo que correr al lavabo en busca de un condenado espejo.
Nada, ni rastro de un mísero espejo en aquel antro de meadero. Ni siquiera algo metálico, ni toallero, ni secador de manos, ni nada. A Antonio Claret comenzaban a temblarle las manos. Hacía meses que no pasaba tanto tiempo sin haberse contemplado, incluso mientras dormía tenía la tranquilidad de estar siendo reflejado por algo. En un intento desesperado entró en el aseo de señoras. Tampoco allí había ningún espejo en el que las señoritas pudiesen retocarse la barra de labios. ¿Podía saberse qué tipo de discoteca era aquella? En contra de todas las estadísticas que señalan como último lugar de la tierra un servicio público para encontrar el amor, allí estaba ella, su salvadora. Una joven de pelo revuelto que se echó a reír nada más verlo entrar en el aseo de señoras. Una mujer con una pupilas tan brillantes que hubieran sido suficientes para vencer al reflejo de Claret en cualquier espejo de oro esmaltado. Y, más importante aún, con gafas de diseño exquisito, inmaculadamente limpias y reflectantes, donde Claret pudo al fin contemplar su ansiado reflejo.
La mujer que lo salvó resultó llamarse María y estar trabajando como estomatóloga en el Hospital Provincial. Sólo cuando Claret se vio ya dentro de su cuarto, prisionero en su piso de semi-lujo en el mismísimo centro de la ciudad, y vio la bata colgada de un perchero, se dio cuenta de dónde se estaba metiendo. Antes de llegar hasta allí, antes de que su camisa cayera al tiempo que caían sus ojos para expandirse por los pechos diminutos de ella, olvidando lo que acababa de leer bordado en la bata blanca del perchero, antes deberían pasar algunas palabras y reflejos de él mismo en las gafas salvadoras. Después de la risa de María al verlo entrar en el aseo de señoras y del alivio de él al encontrar que su rostro no había desaparecido, Claret la invitó a una copa. Aceptó, otorgándole el placer de la auto-contemplación y la vista panorámica de sus piernas.
“De modo que estomatóloga”, tuvo tiempo de pensar antes de deslumbrarse con la plenitud de sus carnes en medio de aquella habitación rococó con un inmenso tocador SIN ESPEJO. Ya en la cúspide del romanticismo, con las luces apagadas, las gafas de María sobre la mesilla y los párpados cerrados, a Claret lo invadió el pavor de no saber a ciencia cierta si aquello que experimentaba era real. La negación del sentido de la vista entre las sábanas de raso y su abusiva necesidad del reflejo como verificación de la sensación, echaron por tierra la que podría haber sido una apasionante noche. Aquello acabó mal y pronto, con una estomatóloga insatisfecha yaciente en la cama y él apabullado ante la oscuridad del amor. Claret salió corriendo hacia el lavabo. Un impresionante espejo propio de Sisí Emperatriz le devolvió su reflejo, ahí estaba: Antonio Claret reflejado y deshecho.
Pese al desencanto sexual de aquella noche, la estomatóloga le dio una segunda oportunidad. La siguiente cita sería en un lugar más relajado, una cafetería de aire bohemio con grandes espejos victorianos colgando de las paredes. La realidad de verse a sí mismo besando la boca de María en el espejo hizo que Claret no se lo pensara dos veces. Pagó los dos expresos y la llevó cual alma que lleva el diablo hasta la fascinante habitación de los espejos.
María quedó asombrada al contemplarlos. Cada milímetro de la pared estaba cubierto por un pedacito de acero bruñido que le devolvía reflejada por ciento la estupefacción de sus ojos.
-¿Te gusta?- le preguntó Antonio con miedo a que pudiese tomarlo por loco y saliese corriendo.
-Ahá, - respondió tras lanzar otra mirada curiosa por las paredes. Tras unos segundos, se posó en los ojos de Claret para decir con entusiasmo - ¡Reflejémonos!
Hasta los espejos sintieron entonces el resplandor de las palabras.
Esa magnífica tarde los espejos pudieron deleitarse con miles de imágenes distintas hasta que la escena de Claret dormido sobre el pecho de María se apoderó de las paredes. A esas horas de la madrugada a ella le vinieron a la cabeza las siguientes palabras: “¿Y el techo?”
Sería ya en su segundo aniversario, como regalo de compromiso, cuando María hizo instalar en el techo de Antonio Claret un espejo de 4x4 que diera fe de todo lo que pudiera pasar ahí abajo.
El ramo de rosas que le llevaron al hospital, la cena y el anillo fueron las tradicionales artimañas de las que Claret se había servido para proponerle matrimonio a su estomatóloga. Eligieron la corbata del padrino, el color de las flores, el vuelo que habría de llevarlos a Cancún y el sabor de la tarta. Pusieron día, hora, lugar, número de cuenta donde los invitados podían hacer su regalo, y un “se ruega confirmen asistencia” impreso en invitaciones la mar de horteras pero, eso sí, enviadas en sobres plateados efecto espejo que encantaron al prometido.
Cual cuento de hadas a sus treinta bien entrados años, se casaron y fueron felices. El piso de Claret sería el elegido como nicho de amor del matrimonio. Allí, en su estridente alcoba, los espejos memorizaron a fuerza de infinita repetición los gestos de amor que se sucedían día tras día.
Docenas de espejos sin un solo resquebrajo que perturbara cinco años de dulce convivencia. Los espejos contemplaban ya impávidos el retozar de la pareja, tan sólo interrumpido por los turnos nocturnos de María, momentos en los que Claret se encontraba perdido ante la visión de su rostro solitario. Fue en una de esas noches, con un Claret ya tan acostumbrado a la vida de casado como para que las noches en solitario le parecieran el mismísimo infierno, cuando un espejito chiquitín, que reflejaba apenas una esquina de la habitación, fragmentó su reflejo con cuatro profundas grietas.
Un par de días más tarde, con su estomatóloga fuera de casa, Claret acudió a una nueva cita con sus excompañeros de trabajo, la misma durante la cual había conocido a su esposa años antes. Una vez más, esposas y novias formales incluidas en el evento. No obstante, Antonio acudió en solitario, excusando la falta de su esposa por motivos de trabajo. La añoraba profundamente, hacía muchísimo tiempo que no salía de noche sin ella, ¿qué mejor espejo que sus ojos para reflejarse? María… Aíram leído al espejo. La reina indiscutible del reflejo. Su reina.
Al poco, la imagen laberíntica de los cuerpos se multiplicaba en las paredes. Una falda y sus volantes tirados por el suelo. La luz de la farola alumbrando los cabellos rojos de ella; a lo lejos, la luna. La llama pelirroja se extendía y zarandeaba. Junto a ella, la boca de un Antonio Claret adivina incendios. Hasta aquí todo perfecto. De no ser porque no se trataba de la maraña de cabellos rizados y rubios que normalmente albergaba el espejo en noches como esa. Ni siquiera la bata blanca con el nombre de “ Doctora María, Estomatóloga” sobre el bolsillo izquierdo estaba tirada en el suelo. En su lugar, una falda azul.
Dada la ausencia de su compañera, nada había impedido que acabara la noche con los eternos solterones en otra de tantas discotecas de las afueras, donde bailaron y se recrearon hasta que unas copas de más y un poco de maquillaje hicieron flaquear las fuerzas de Claret, que encontró en los ojos brillantes de una desconocida el reflejo que su rostro necesitaba aquella noche. Los espejos no salían de su asombro, el error de la imagen conllevaba el reflejo del error.
La gatita nocturna desapareció pronto. El reflejo de los rayos rojos del amanecer se había llevado sus cabellos, pero no su rastro. Claret puso las sábanas a lavar e intentó recordar para poder borrar con más ahínco todo lo acontecido. Se acordó de María y de sus cuerpos en los espejos. De sus manos acariciándole el pelo con movimientos infinitamente repetidos, de su amor multiplicado por cien sobre el acero bruñido.
Y luego, más abajo, la mancha. El pecado en su nombre de santo, la culpabilidad del propio cuerpo de la que habían sido testigos los espejos. El cuerpo de esa otra frente al suyo, el cuerpo de esa otra entre el suyo, el cuerpo de esa otra bajo del suyo. La imagen perduraba en su mente y hacía que creyera ver escapar de cuando en cuando un destello fotográfico de aquella situación.
¿De dónde había salido? No recordaba siquiera su nombre. Es más, ¿llegó a saberlo? Cristina, habría de llamarse Cristina, porque “la otra” , la calienta pollas que hace que se te levante cuando no debes, siempre tiene un nombre igual de sugerente que sus pechos. Marta o Cristina, Natalia si me apuras. Pero nunca Magdalena, Ángeles ni, por supuesto, María, esos son nombres reservados a santas madres y esposas. Cristina y sus caderas en falda azul, Cristina y sus cabellos rojos, Cristina y los errores de la noche. Pero no importaba, ella no importaba, Cristina o cómo quisiera que se llamase. María, María, María mil veces. María la reina del espejo, María, su María, la única, la estomatóloga, la de las caderas chiquitas y las pupilas como espejos. Su María y no otra. Ni Cristina ni nadie. Única e inigualable, amada hasta la saciedad, amada por encima de calentones de la noche porque a una mujer como ella nunca podría serle infiel. Nunca. María y la infidelidad inquebrantable. Claret y su devoción absoluta. Él no era un cerdo que se acostaba con cualquiera, no era de esos que ponían los cuernos a sus esposas, él no le sería infiel, él no le había sido…
Pero la negación no iba a salvar a Antonio de lo ocurrido. El problema real no radicaba en que María llegase a descubrirlo, sino que en la mente de Claret las palabras de súplica y perdón para consigo mismo se multiplicaban al ritmo que los espejos le devolvían las curvas, los gestos, los gemidos inclusive de aquella otra, como si de una grabación se tratase. Gemía y se retorcía en la cama. No podía aguantarlo, el contacto con su propio cuerpo le provocaba arcadas. Se repugnaba a sí mismo. En un vano intento de purificación se arrancó la ropa y se bañó entre llantos. Al principio las lágrimas consiguieron apartarlo de las visiones, relegando su dolor a puro resentimiento de infiel. Para su desgracia, pronto las lágrimas no hicieron sino actuar como calidoscopio, multiplicando las ya de por sí infinitas imágenes de los espejos, libidinosos infiernos que mostraban su culpa.
Ya quedaba poco, apenas una hora. Una hora y todo pasaría, unos minutos, no más. Ella volvería. Pronto, sí, pronto. Ella, ELLA, María, su María, la reina del espejo. Sólo ella podría librarlo de la culpa. Lo entendería, lo perdonaría y lo amaría. Olvidarían juntos aquello porque ella lo limpiaría de su pecado. ¿O mejor no decírselo nunca? Ocultar la mancha, negarla por siempre, tirarla al fondo de la ciénaga para que nadie pudiese sacarla. Pero no, la culpa… la culpa acabaría comiéndoselo, pudriéndolo hasta convertirlo en un ser pueril indigno del divino amor de su reina.
Grito final. Justo en ese agónico momento Dios parece querer convertir en gran film holliwoodiense el sufrimiento de nuestro amigo. Un terremoto 5.9 escala Richter sacude la ciudad. Los edificios, que no son ni de lejos esas papirofléxicas construcciones japonesas, se tambalean toscamente. Tres míseros minutos. Desprendimientos, gente corriendo, nuestro Claret refugiado en el marco de la puerta como ha visto hacer en las películas, mientras tiemblan sus espejos. María, que en ese momento estaba llegando a casa, da un volantazo. Baja del coche, el temblor la hace caer de sus tacones sólo a unos metros del portal, justo bajo la ventana de la habitación de los espejos. Permanece inmóvil en el suelo. Los edificios más endebles se resquebrajan; los espejos, idem. Los pedacitos de pelirroja han ido cayendo al suelo. Y, en ese momento, lo oye, LA OYE. “¡Claret!, ¡Clareeeeeeeet!” la imagen de esa zorra vuelve a los cristales, ahora hasta escucha sus gritos mientras ve culebrear su cuerpo en los cristales rotos. Acabará con todo. Claret coge los pedazos de espejo con las manos desnudas. El acero bruñido le hace cortes, su sangre se multiplica y se hace eterna. Lanza los pedazos de espejo ensangrentados por la ventana.
El cesar de los gritos se llevó la culpa.
Cuando se encontró aquel cadáver de mujer tendido en mitad de la calle nadie supo explicar de dónde habían salido los espejos que se habían clavado en sus carnes.
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