Siempre tuve la sensación de que todo desaparecería. Tú, tu mundo, y todos los que habitábamos en él nos olvidaríamos por siempre de la vida. A lo mejor fui yo la que hice que no te dieras cuenta, hubiera sido mejor no decir nada y continuar destruyéndonos sin saberlo.
Sabíamos que las rosas no durarían eternamente, que las sonrisas de cristal se acabarían cuando la arena de los relojes terminara de caer. Pudimos ser invencibles bailando al ritmo de la psicoldelia, pudimos ser invencibles todas las noches que pasamos en vela. En realidad, ambos sabíamos que nuestro amor acabaría derritiéndose en algún lugar, en algún momento.
Cada vez que veía tus ojos al despertar me sentía desconcertada. Tu mirada me nublaba la mente. Tus ojos, azules, se clavaban en mi mirada perdida de niña pobre. El amanecer nos sorprendió tantas veces en el balcón susurrándonos amor eterno.
-Alguien intentó escribir historias en el cemento húmedo- me dijiste- historias de muchachas que escuchaban a los Roling en madrugadas mojadas. De niños que miraban a través de botellas para ver las cosas sin distorsionar. Chicas soñadoras que susurraban a la luna sus pensamientos más íntimos. Y así, al ritmo de Rock, se fueron distorsionando estas historias y ya nadie se intereso nunca por las muchachas fans de los Roling, ni por las madrugadas mojadas. Olvidaron pronto a los niños y las botellas de cristal fueron sustituidas por las de plástico. Incluso olvidaron que existía la luna.
Yo escuchaba, atenta, todo lo que decías. Hablabas despacio, entornando los ojos suavemente. Al acabar me besabas, yo sentía tus labios mojados juntarse delicadamente con los míos. Nunca entendí que querías decir con todo aquello, te gustaba hablar de manera que solo tu comprendías y que, para los demás, carecían de sentido alguno. Llenamos juntos cuadernos transparentes de mundos y ciudades invisibles. Imaginamos mil y una historia, con el único propósito de superar a la mismísima Sheresade. De nuestros viajes en aviones de papel solo nos quedan recortes de periódicos.
-Sabes que una mañana amanecerá en tu habitación, yo nunca volveré a estar allí. Me iré y no me volverás a escuchar jamás. No susurrarás más mi nombre en la noche. En mi memoria siempre estará tu recuerdo, aunque no lo creas te seguiré amando desde la lejanía.- Te preguntaba que qué pasaría si saliera por la puerta, si lo dejase todo a este lado de la habitación y escapase de todo. Me arrepiento de haberlo dicho, quizás por eso en nuestra historia de príncipes y fantasmas acabaran triunfando los fantasmas.
-Sí, pero yo te quiero.- Sonreías y pensabas que eras feliz por tenerme contigo. No te tomabas en serio lo que te decía, hacías caso omiso cuando te confesaba que desearía estar lejos. ¿No podías venir con migo? ¿ O no querías? ¿No decías que me amabas? Entonces, ¿por qué no me seguiste? No podías soportar el pensamiento de no tenerme entre tus brazos.
Una mañana, al levantar la vista de la almohada, te sorprendiste de verte allí, no recordabas haber pasado la noche en mi casa. Estaba junto a ti, esperando impaciente a que despertaras. Demasiado alcohol en una sola noche, demasiadas drogas quizás. Tenías más aspecto de cadáver que de hombre. Yo había pasado la noche entera a los pies de la cama, llorando y suplicando que volvieras a despertarte. Que me volvieras de nuevo ha abrazarme y dijeras que no pasaba nada, que todo saldría bien. Cuando abriste los ojos me di cuenta de lo que te quería, y de que yo tampoco soportaría la idea de no tenerte entre mis brazos. No comprendo como el corazón de una sola persona puede albergar un sentimiento tan grande como el amor.
Me miraste y volviste a prometer que no lo volverías ha hacer, que me querías más que ha nada en el mundo y no dejarías que toda esa basura te matase porque deseabas estar conmigo. Tus palabras me devolvían la esperanza, mi corazón me convencía de que cumplirías lo que estabas diciendo. Mientras tanto, mi mente gritaba que no te hiciera caso, que me marchara de tu lado porque ibas a seguir destrozándote la vida y me arrastrarías también a mi a un oscuro pozo sin fondo. Como siempre el amor se superpuso ante la razón y me dejo llevar por tus promesas.
Desgraciadamente no fue aquella la última noche de llanto y súplica por que despertaras. El amanecer traía, de nuevo, tus promesas de siempre, el amor seguía ganando a la razón, pero se iba debilitando poco a poco.
Cuando nació el niño de Lucía fuimos a verlo al hospital. Era un ser precioso, de rostro sonrosado y angelical. Con unos pequeños ojos que abría de vez en cuando, manitas pequeñas y minúsculas articulaciones en sus dedos. Respiraba profundamente cuando dormía. Su cuerpecito cálido parecía sacado del paraíso.
Aquella noche salimos a dar una vuelta, hacía mucho que no bebías. Pero lo volviste ha hacer, aprovechabas cuando yo me daba la vuelta, charlaba con algún conocido o, simplemente, me hacía la despistada.
A eso de las cinco volvimos a casa, conducía yo. Casi no veía la carretera, las lágrimas me nublaban los ojos cada vez que pensaba en ti, en nosotros. La vida era un infierno laberíntico, la idea del suicidio acarició por momentos mis pensamientos. No sé como, pero acabé desechando la idea.
Esa noche quede también a los pies de tu cama, lloraba, no esperaba que despertases, es más, deseaba que no lo hicieses. Deseaba que te pudrieras allí que mi vida a tu lado hubiera llegado a su fin. Te odiaba, te odiaba más que a nadie en este mundo.
Sabía que nunca seríamos felices, las estrellas, las estrellas están demasiado altas, es inútil alzar la mano para alcanzarlas. Intentaba conseguir mi sueño, yo solo quería ser feliz y formar una familia. ¡Tenía un futuro, podría haber llegado a ser alguien! Tu te cruzaste en mi camino, ya no queda nada.
Bien entrado el mediodía despertaste, te grité entre sollozos que te odiaba, que me largaría de ese horrible lugar y tu te quedarías allí. Grité que deseaba que hubieras muerto. Levantaste de la cama y me abrazaste, no decías nada, solo me apretabas contra tu pecho. Mientras lloraba y escuchaba tu corazón que seguía latiendo a pesar mío. Me arrepentí de haberte dicho que deseaba que murieses.
No tuve noticias tuyas, te llamaba, no contestabas; iba a tu casa y no estabas. Me convencí de que no te necesitaba, de que estaba mejor así. Por las noches te recordaba y empapaba la almohada con mis lágrimas. Te quería, claro que te quería. Sabía que tu también me amabas, pero necesitaba olvidarte si pensaba irme de la ciudad. En el fondo de mi corazón siempre anhelé abandonarte, el amor me lo impedía cada vez que preparaba la maleta.
Una mañana, al fin, me llamaste y quedamos para tomar café esa tarde. Me dijiste que tenías que hablar conmigo, que me querías y no podías perderme. Me seguirías a donde quisiese, todo es fuerzo es poco para que fuese feliz, susurraste al teléfono.
Tu voz estaba impregnada de optimismo contagioso, me alegré mucho de que me hubieras llamado. Ahora sí que estaba segura de estar enamorada de ti y de que haría cualquier cosa para que fueses feliz, para que viviéramos juntos y felices.
Camiseta blanca, cazadora y vaqueros negros. Algo de maquillaje, no demasiado. Nada en los labios, odiabas besarme cuando llevaba barra de labios. Me dejé el pelo suelto, hacía un poco de viento y me gustaba notar como este jugueteaba con mis cabellos. Un poco de perfume de rosas, todo parecía perfecto, ni en el Edén hubiera podido estar más contenta.
Viniste a recogerme en la moto, me recibiste con un abrazo y un beso, sin duda el más dulce que me has dado nunca.
No me sorprendí al ver que no nos dirigíamos a la cafetería. No me sorprendió el que dijeras que bajara y me llevaras hasta un callejón.
Me sumergí buceando en tu mirada, azul, como el cielo, simple, brillante, majestuosa... Fríamente sacaste una pistola de tu chaqueta, hicieras lo que hicieras nada cambiaría que eres la persona que más he amado nunca. Las lágrimas caían por mis mejillas cuando pensé que todo podía haber sido mejor, que no tenía por qué acabar así.
-Dispara- dije con una voz suave pero firme, -¡a qué estás esperando! ¡Dispárame!
Un gesto de tu mano bastó, una bala cortó el aire del oscuro callejón hasta chocar con mi vida. Caí lentamente, majestuosamente, ruidosamente. Morí. Desaparecí de este mundo para ti, para los demás y para la persona a la que le era más necesaria, para mi. Te acercaste, y recorriste suavemente con tus manos mis mejillas, mis labios, mis manos y, por último, mi pecho ensangrentado.
Estábamos tan lejos, pero tan cerca, nos separaba la línea de la vida y de la muerte, que cruelmente se burlaba de nosotros por no ser inmortales.
Instantes después subiste en tu moto y, al llegar a tu apartamento, te quitaste la vida con la misma arma con la que me habías arrebatado la mía. Tu muerte fue mucho más dura, manchaste el suelo con la sangre que, apresurada, escapaba de tu nuca como si tuviera prisa por marchar de este mundo. Yo no estaba allí para recorrer con mis manos tu rostro y tu nuca, ensangrentada.
Siempre tuve la sensación de que todo desaparecería.
martes, 18 de septiembre de 2007
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