
¿Qué se podría decir de una noche calurosa como esta? Agosto es un mes perezoso que te mira entredormido.
* * *
Janis intenta escribir otra hoja más de su vida. Una fuerza superior a ella hace que no pueda levantarse de su cama desplegable; convertible en sofá del salón-cocina, de su “apartaunmomento” séptimo B, de uno de esos edificios de ladrillos rojos que decoran Madrid.
Intentará levantarse más tarde, cuando los ojos del segundo chico de la semana (¿se llamaba Luis?), se hayan abierto y la despidan con una triste mirada de hasta luego. Él la dejará sola con su vaso de café y exceso de leche en la mano. Otro abandonado desayuno en la sombra de otra noche sin identidad.
Procuraría hacerse la dormida hasta que él se fuera, no lo gustaba desayunar con cualquiera. Era su momento, el resto del día se veía rodeada de compañeros de trabajo, máquinas y gente que te mira de reojo en el metro. Por la noche cenaba con unas estúpidas amigas de la adolescencia de las que no había conseguido desprenderse. Más tarde corría de bar en bar, de pub en pub, de club en club, buscando una sonrisa que, con o sin sexo, la acompañara en la noche de una víctima de la ciudad como era ella.
El desayuno era lo único que le quedaba. Era su momento, era suyo. No dejaría que nadie se lo arrebatara. Podía pensar, hablar en voz alta consigo misma, reírse de sus manías, incluso poner música y bailar sola chocándose con los muebles de aquel cuchitril. Cada desayuno era distinto, tenía que serlo si no quería ahogarse y morir en la monotonía empalagosa, en la que cada víctima de la ciudad puede convertirse en la próxima deglución de la megalópolis.
Sabía perfectamente cómo sería su desayuno de aquella mañana del gandulón agosto. Lo imaginaba con los ojos cerrados mientras acompasaba sus pensamientos y su respiración. Parecía el ángel dormido que envió Dios para salvar la Tierra, el que nosotros encerramos bajo siete llaves para que nada nos detuviera en nuestro camino de destrucción y sangre.
Dormitaba la idea…
Él se vestiría y cerraría la puerta. Bye, bye querido como te llames. Cinco minutos más disfrutando de la temida soledad en la cama. Se levantaría coqueta y desnuda a preparar otro desayuno para ocultar temores, para convertir su ansiada soledad en algo más alegre.
Abriría la puerta del armario y sacaría su tazón para desayunos largos. Un tetrabrick de la leche de oferta en el súper y el cartón de sucedáneo de café instantáneo más barato del mercado. Azúcar. Mezclar suavemente, calentar cinco minutos en el microondas. Muy caliente.
El café se expandería por su boca, acariciando su paladar y cada una de sus papilas gustativas. Bebería despacio, sintiendo como el calor invade su garganta, poniéndola a más temperatura que el acalorado exterior. Pondría música, algo suave, y se sentaría en una de sus cuatro esquinas (a pagar en 30 años), para observar el desorden de su vida. Pensaría en que, tal vez, no habría más chicos en aquella cama, en cómo sería el mundo cuando fuera vieja y estuviera llena de arrugas.
Su respiración era cada vez más intensa. Un ruido la hizo volver a la tranquilidad. Era el chico de la sonrisa en la noche, había decidido marcharse.
Ruido de cremalleras y botones de camisa. Un “hasta luego”, bajito, para no despertar al ángel. Abre la puerta, portazo.
Cinco minutos más…
Abrió la puerta del armario y sacó el tazón para desayunos largos. Tetra-brick de la leche de oferta en el súper, sucedáneo de café instantáneo, el más barato del mercado, por supuesto. Azúcar. Mezcló suavemente. Calentó la disolución durante cinco minutos en el microondas. Muy caliente.
El café se expandía por su boca acariciando su paladar.
Un pestañeo de más y calló el tazón para desayunos largos de su mano. Ruido amortiguado al estrellarse contra una alfombra 100% poliéster, ahora color café, antes blanca.
La alfombra absorbe poco a poco el café.
Algo se mueve detrás de la cortina…
Después de todo, no había sido un desayuno solitario.
* * *
Janis intenta escribir otra hoja más de su vida. Una fuerza superior a ella hace que no pueda levantarse de su cama desplegable; convertible en sofá del salón-cocina, de su “apartaunmomento” séptimo B, de uno de esos edificios de ladrillos rojos que decoran Madrid.
Intentará levantarse más tarde, cuando los ojos del segundo chico de la semana (¿se llamaba Luis?), se hayan abierto y la despidan con una triste mirada de hasta luego. Él la dejará sola con su vaso de café y exceso de leche en la mano. Otro abandonado desayuno en la sombra de otra noche sin identidad.
Procuraría hacerse la dormida hasta que él se fuera, no lo gustaba desayunar con cualquiera. Era su momento, el resto del día se veía rodeada de compañeros de trabajo, máquinas y gente que te mira de reojo en el metro. Por la noche cenaba con unas estúpidas amigas de la adolescencia de las que no había conseguido desprenderse. Más tarde corría de bar en bar, de pub en pub, de club en club, buscando una sonrisa que, con o sin sexo, la acompañara en la noche de una víctima de la ciudad como era ella.
El desayuno era lo único que le quedaba. Era su momento, era suyo. No dejaría que nadie se lo arrebatara. Podía pensar, hablar en voz alta consigo misma, reírse de sus manías, incluso poner música y bailar sola chocándose con los muebles de aquel cuchitril. Cada desayuno era distinto, tenía que serlo si no quería ahogarse y morir en la monotonía empalagosa, en la que cada víctima de la ciudad puede convertirse en la próxima deglución de la megalópolis.
Sabía perfectamente cómo sería su desayuno de aquella mañana del gandulón agosto. Lo imaginaba con los ojos cerrados mientras acompasaba sus pensamientos y su respiración. Parecía el ángel dormido que envió Dios para salvar la Tierra, el que nosotros encerramos bajo siete llaves para que nada nos detuviera en nuestro camino de destrucción y sangre.
Dormitaba la idea…
Él se vestiría y cerraría la puerta. Bye, bye querido como te llames. Cinco minutos más disfrutando de la temida soledad en la cama. Se levantaría coqueta y desnuda a preparar otro desayuno para ocultar temores, para convertir su ansiada soledad en algo más alegre.
Abriría la puerta del armario y sacaría su tazón para desayunos largos. Un tetrabrick de la leche de oferta en el súper y el cartón de sucedáneo de café instantáneo más barato del mercado. Azúcar. Mezclar suavemente, calentar cinco minutos en el microondas. Muy caliente.
El café se expandería por su boca, acariciando su paladar y cada una de sus papilas gustativas. Bebería despacio, sintiendo como el calor invade su garganta, poniéndola a más temperatura que el acalorado exterior. Pondría música, algo suave, y se sentaría en una de sus cuatro esquinas (a pagar en 30 años), para observar el desorden de su vida. Pensaría en que, tal vez, no habría más chicos en aquella cama, en cómo sería el mundo cuando fuera vieja y estuviera llena de arrugas.
Su respiración era cada vez más intensa. Un ruido la hizo volver a la tranquilidad. Era el chico de la sonrisa en la noche, había decidido marcharse.
Ruido de cremalleras y botones de camisa. Un “hasta luego”, bajito, para no despertar al ángel. Abre la puerta, portazo.
Cinco minutos más…
Abrió la puerta del armario y sacó el tazón para desayunos largos. Tetra-brick de la leche de oferta en el súper, sucedáneo de café instantáneo, el más barato del mercado, por supuesto. Azúcar. Mezcló suavemente. Calentó la disolución durante cinco minutos en el microondas. Muy caliente.
El café se expandía por su boca acariciando su paladar.
Un pestañeo de más y calló el tazón para desayunos largos de su mano. Ruido amortiguado al estrellarse contra una alfombra 100% poliéster, ahora color café, antes blanca.
La alfombra absorbe poco a poco el café.
Algo se mueve detrás de la cortina…
Después de todo, no había sido un desayuno solitario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario