Siempre quiso ser un caramelo de fresa. Ya de niño sentía gran admiración por todas las golosinas, confituras, pasteles y chocolatinas de la confitería de la esquina, pero ningún dulce despertó nunca tanto su atención como el caramelo de fresa. Ca-ra-me-lo. Hasta al pronunciarlo siente como sus pupilas se exaltan y su cuerpo se derrite.
De niño, rara vez tenía dinero para gastar en estos ansiados manjares. Los domingos su abuela le daba algún dinerillo después de misa, el niño, que sólo iba a escuchar la sagrada escritura con ese fin, salía despavorido de la iglesia al acabar la ceremonia, para ir a comprar caramelos. En ocasiones su debilidad infantil lo vencía, gastando el dinero en algún cómic o una nueva chocolatina rellena de frutas. Esos días no conseguía pegar ojo en toda la noche. Su conciencia se removía, sus papilas se derretían al pensar en los caramelos que no compró. El lunes siguiente rebuscaba en todos los rincones de la casa con la esperanza de encontrar alguna moneda con la que comparar sus perdidos caramelos, de fresa, por supuesto. No podían ser de otro sabor. Los había probado todos: manzana, piña, ciruela... incluso violetas. Ninguno le hacía sentir lo que los caramelos de fresa. Ese sabor primero ácido, que se va expandiendo y haciéndose más y más dulce con cada paladeo. Además, el papel de los caramelos de fresa era mucho más hermoso que los otros. De color rosa, , con ribetes rojos en los bordes. Incluso el sonido al abrirlo le parece más angelical que el de los demás caramelos, casi melódico.
Al cumplir 14 años comenzó a fijarse en una chica. Era una chica guapa, muy , muy guapa. Una pelirroja con pequitas juguetonas en las mejillas, una boquita pequeña, rosada, que él imaginaba que debía saber a fresa. Se sentaban juntos en clase, pasaban largas tardes solos, viendo atardecer junto al río, incluso iban juntos a misa y lo acompañaba a comprar caramelos de fresa a la salida. Cada noche, al acostarse, el chico imaginaba a qué sabría su boca. Sería el caramelo de fresa más dulce que habría probado nunca, un sabor que no podría olvidar en toda su vida. Caía dormido pensando en su boca, en los secretos de su saliva.
Este inocente pensamiento acabó convirtiéndose en una obsesión, ansiaba comer caramelos a cada instante. Andaba siempre buscando y rebuscando dinero, incluso registraba el monedero de mamá y cogía un par de monedas discretamente. Quería caramelos, los necesitaba para poder sentir a lo que sabría su boca.
Un día, cansado de tener que andar con el alma en un hilo si no conseguía hacerse con su droga golosina, se armó de valor y la besó. Se acercó a su boca y paladeó su lengua. Recorría su paladar buscando algo que no encontraba. Mentiría si dijera que fue hermoso. Se separó escupiendo. No había fresa, sólo un asqueroso sabor a carne y babas. Aún hoy le dan arcadas al recordarlo. No volvió a ver a la chica, que quedó consternada por el rechazo del único muchacho al que había amado en su vida, pero una amiga le contó que había pasado una semana llorando sin parar. Han pasado diez años desde aquello, su adicción a los caramelos de fresa se ha ido acrecentando con el paso del tiempo. Desde que empezó a trabajar gasta gran parte de su sueldo en estos exquisitos manjares. A pesar de disponer de cuanto caramelo desee siente un vacío inmenso que no puede llenar con ellos. Su sueño nunca se ha cumplido. Quiere ser como ellos, quiere ser un caramelo de fresa. Ha decidido entregarse en cuerpo y alma a este arduo trabajo. Se ha sentado en una esquina de la confitería, justo al lado del estante de los caramelos, concentrándose en la idea de su transformación. No saldrá de allí, a menos que sea un caramelo de fresa.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario