martes, 18 de septiembre de 2007

-Los gatos y yo- (2006)

Tenemos cosas en común –yo y los gatos, digo-, como no querer ir a dormir temprano y pasar la mayor parte de la noche maullando (ellos), gimiendo (yo). ¡Ah! Esa maldita trompeta desafinada vuelve a sonar. Me escuecen los oídos cada vez que la oigo, tanto que tengo que ahogar el chirrido en whisky, medio borracho pierdo la capacidad de escucha. Ese capullo se pasa toda la noche tocando la maldita trompeta, descuartizando algo que él llama “música”. Todo porque a Magdalena, la muchacha del quinto, dice que le encanta oírlo mientras se pone el camisón y la alcanza el sueño. No tiene el oído muy refinado la pobre, por su culpa nos tenemos que tragar cada noche al tipo ese con la trompetita, superponiéndose sus quejidos instrumentales a mis gemidos, escuchando de fondo a los gatos que maúllan por la tortura. Se lo perdono –a la chiquilla, digo-, porque en verdad si que está bonita con el vestido rosa. Condenadamente bonita, sus piernas asomando bajo el visillo y la gasa, con su boquita de alelí pidiéndole a ese capullo que toque cuando ella se vaya a la cama, está condenadamente enamorada. La pobre no fue nunca demasiado espabilada, el amor la atonta más si cabe, haciéndola suspirar cuando baja las escaleras para hacer algún mandado, con su siempre boquita entreabierta y un hilillo –fino, transparente, casi invisible- de baba cayendo desde su labio inferior. Eso sí, tremendamente hermosa con el canesú nuevo, con esos labios de “muérdeme-aquí...”, tan hermosa que...
Qué importará eso ahora. Los amores de la cría del quinto, a mí un tipo serio, distinguido, respetable; cuyo único quehacer es llenar una hoja de palabras y presentarla al día siguiente para que le digan “buen trabajo”, y le den palmaditas en la espalda como si fuera un chucho bueno que ha aprendido a no cagarse dentro de la casa.
“Voluptuoso, estremecedor, absorbente”, dicen mis amantes cuando también para ellas escribo alguna hoja con un soneto o un poema, malas copias de Bécquer y Aleixandre, sólo que ellas no lo saben. “Arrogante, perverso, putrefacto”, cuando descubren una prueba evidente de la anterior presencia de otra fémina sobre mi cama; cuando no les envío flores ni bombones para su cumpleaños, incluso si olvido la fecha del día en que nos conocimos.
“Caput, estáis muerto”, dijo la última de ellas antes de abandonar definitivamente el cuarto. Se llevó entre los dientes el último de mis poemas. Me enteré de que ahora es poetisa y se presenta envuelta en abrigos de pieles en el teatro y fiestas donde sirven ponche y roquefort. Verdad que todos los escribió ella, sofisticados y sensibles, profilácticos y adaptados a sus nuevas circunstancias de clase alta a la que se ha adherido –ya no tiene que meterse en las sábanas roídas de nadie para que la llamen princesa-. Nunca confesará que la mitad de todo eso lo aprendió entre mis sábanas. Enséñales poesía para que la succionen, la absorben, adapten y roben. Todo por que el primero, ese que con que se inicia su hermoso libro encuadernado en bermellón, era mío, la muy zorra.
A todo le mundo le gusta tu libro, su título impreso en oro, fantástico maravilloso, pero el primero... el primero los desgarra y los remueve, preparándoles para no atragantarse y que los demás, tan puros ellos, sepan también a gloria. Seguro que se sonroja cuando algún tipo le dice lo mucho que le ha gustado el libro, pero que hay algo en el primero que de veras le remueve el corazón. Podía haber ido a parasitar a otro, ¿no hay suficiente escritor amargado en esta ciudad, madame? Pero ella ya salió de toda esta mierda, ahora es una intelectualilla dada a la retórica barata,
En este momento mi mayor problema consiste en que los folios se han ido vaciando al mismo ritmo que se iba llenando el vaso de whisky, a la vez que se multiplicaban las botellas apiladas en la puerta. Al tiempo se vaciaba la cama, hojas blancas y las vomitivas sábanas limpias con olor a detergente. Ya no soy el chucho que cagaba en su sitio. Ahora, repugnante y atrofiado, dedico mi tiempo a sentarme aquí, junto a la ventana, con el pretexto y la mentira de pretender escribir algo, cuando sé que lo único que haré será gastar la noche en disolver mi alma en whisky, oír al capullo de la trompeta y pensar en lo guapa que está mi vecinita en vestido rosa.
Ni siquiera queda nadie para quitarme los piojos.

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