martes, 18 de septiembre de 2007

-La Muerte del Sol- (2006-2007)

Cuando Mamá Sol yacía tendida en la cama con sudores y fiebres todos comprendimos que al día siguiente no saldría el Sol. Al día siguiente no saldría el Sol en la medida en que éste dependía de ella.
Aún estando postrada en la cama se resistía a abandonar sus preciados utensilios. De entre sus dedos pendían sus amuletos, los mismos de los que se valía cada noche para cumplir su sagrado deber y que, ahora, acompañaban duros momentos de penuria. De cuando en cuando parecía recobrar fuerzas, se aferraba al collar de cuentas y se esforzaba en murmurar una oración. Ponía toda su alma en aquella tarea, tosía entre palabras y su respiración se entrecortaba. No cesaba en su empeño hasta que los sudores la cubrían y el aire abandonaba por completo su cuerpo. Tenía que hacerlo, era su deber y obligación.
Las mujeres del pueblo se turnaban para poner paños de agua sobre su frente, ardiente como el mismísimo Sol. Los niños temblaban y los hombres decían adiós a sus campos. Sin ella, sin Sol, de nada serviría ya regar ni cultivar siquiera. Intentaban mantenerse firmes ante la horrible maldición de las tinieblas que iba transformándose en realidad conforme pasaban los segundos. Sin sus súplicas, sin sus rezos, de nada servirían nuestras lágrimas. Él no iba a hacer caso de unos pobres desgraciados como nosotros que le pedían que brillase con estúpidas plegarias humanas. Tan sólo Mamá Sol tenía la capacidad de convencer al Dios Sol de que se apiadase de su pueblo y, en su constante caminar por el cielo, se detuviera para bendecirnos, calentando nuestras tierras con su sola presencia.
Cada atardecer podías ver a Mamá Sol salir con su alfombra de anea al hombro. Se colocaba justo frente al lugar donde esperaba que el Dios Sol saliese, dedicándose a la ardua tarea de suplicar y rezar al Sol para que apareciera a la mañana siguiente. Convencerlo no era para nada una tarea fácil, bien es sabido que el Dios Sol es vanidoso y nada benevolente. Cada atardecer ponía de nuevo en marcha su ruta, buscando el camino que había de llevarle junto a los demás dioses. Quería llegar al lugar donde los otros, sus hermanos, reposan eternamente tras la fatiga producida por la creación y construcción de toda la Tierra. Ese lugar del que fue expulsado en el principio de los tiempos justamente por su vanidad.
YA desde el origen, al Dios Sol le gustaba admirarse y ser admirado. Él fue el encargado de crear al Astro, el cuerpo celeste que giraría y aparecería cada día por el cielo. El Dios Sol gustaba de introducirse en el objeto de su creación para ser adulado por los hombres. Los demás dioses, hartos de que su hermano no descansara eternamente junto a ellos debido a su engreimiento, lo expulsaron del lugar. Lo hicieron quedar deslumbrado por sus propios rayos, de modo que no pudiera encontrar el camino de regreso al sagrado lugar del reposo eterno.
Cada noche, cuando se ocultaba, seguía buscando el camino, volviendo a deslumbrarse con sus rayos. Así, mientras el Dios Sol daba vueltas y la mujer intentaba convencerlo para que se dirigiera hacia ella, hacia el sonido de sus palabras. Los rezos estaban llenos de halagos y adulaciones. Le hablaba de rituales y ceremonias en su nombre que nosotros mismos celebrábamos al borde de los acantilados; le ofrecía flores de su mismo color y mostraba todos los amuletos que eran tallados con su forma. Finalmente, el vanidoso Sol cedía. A la mañana siguiente volvía a estar aquí, dándonos el calor que tanto necesitamos.
En algunas ocasiones a la buena mujer le costaba lágrimas que el Sol volviera a aparecer, le suplicaba de rodillas y le entregaba su llanto. Pero el Sol quería continuar su desesperada búsqueda. La sabia Mamá Sol se las ingeniaba para que no nos abandonara por completo. Lo convencía para que saliera a iluminarnos, aunque lo hiciera por menos tiempo y más fríamente. En esas épocas el Sol se veía grande, majestuoso, pero enfrío invadía nuestras carnes de todos modos.
Mamá Sol contemplaba su obra cada amanecer. Su dicha se desbordaba al tiempo al que el Sol iba inundándolo todo con sus rayos. Lo que la mayoría consideraba un simple espectáculo rutinario era en verdad una gran proeza en la que ella ponía toda su voluntad. No había hombre ni mujer en todo el poblado capaz de lograr una maravilla como esa. Ni siquiera los alumbramientos de las parturientas –cuyo esfuerzo y sacrificio eran reconocidos por todos-, podían compararse al esplendor de su logro. Ella no daba luz a una vida, sino a todas.
Así como al Astro Sol le eran realizados rituales y sacrificios, a Mamá Sol se la trataba también con ceremonias y dedicación. Cada mediodía, cuando la buena mujer despertaba de su merecido reposo tras la larga vela en espera del Astro, las niñas del poblado le llevan agua fresca con la que se lavaba la cara. No tenía nunca que preocuparse por cuestiones de alimentos ni cocina. Es más, en su choza apenas había un fogón y un puchero en el que calentaba hierbas para achaques que a su edad ya iban siendo frecuentes. Las mujeres se turnaban para cocinarle y llevar las más exquisitas recetas a su mesa. La buena de Mamá Sol bendecía a todos los que por allí pasaban iluminando sus rostros con una antorchita. “El resplandor del fuego es hermano del resplandor del Sol”, decía levantando la llama, “que Sol y fuego alumbren tu camino.”
Durante los equinoccios de primavera y otoño se celebraban festivales en su honor y en el del Sol. El poblado entero festejaba con alborozo el equilibrio que Mamá Sol había conseguido con el Astro: la igualdad casi perfecta de horas de día y de noche, además de una temperatura idílica que hacía que acabaran de madurar los campos y llegara el tiempo de la cosecha. Pero la noche realmente grande era aquella en la que el pueblo entera se juntaba en los acantilados y, dirigidos por Mamá Sol, protagonizábamos una plegaria multitudinaria en la que se pedía al Sol que saliese. Era una súplica fácil, llena de fiesta y alegría, con los músicos cantando y las gentes bailando sin parar, nada comparado con las arduas noches de vigilia en las que la mujer se dirigía al Astro al borde de las lágrimas. Era en esa noche cuando el Dios se encontraba más compasivo y bondadoso que durante el resto del año, por lo que era ideal para rogarle todos juntos y hacerle ver que el pueblo do admiraba y trataba como a un dios corresponde. El So, atento a nuestra multitudinaria y fiel plegaria, hacía acto de presencia enseguida, dejando la noche reducida a unas pocas horas y regalándonos con unos días inmensos, en los cuales se sentía su calor y proximidad más que en ninguna otra época del año.

El terror llegó al poblado el mismo día en que se supo que Mamá Sol había enfermado. Más de doscientos ochenta periodos estaciónales sin un mal de pulmones ni una sola caída en la fiebre para que, de repente, la imprescindible mujer se encontrara postrada entre las pajas del camastro pudiendo balbucear apenas unos rezos. El Sol resplandecía aquel día, su calor era el mismo que desprendía la frente enfermiza de la mujer. Sus rayos parecían señales de despedida. Uno de los pastores había sido quien la había visto desplomarse en el suelo justo al finalizar sus rezos, ya al amanecer.
“Pócimas curativas, pomadas, ungüentos, brebajes y paños para Mamá Sol, que está malita”, recitaban a coro unas pequeñuelas a las que sus madres habían mandado a buscar casa por casa tales productos. Recolectaron la botica entera del pueblo, a la vez que alarmaron a los que aún no eran conocedores de la desgracia que se les venía encima. Cuando la llevaron a su cama pensaron que todo quedaría en un mal susto, cosas de la edad, del calor todo lo más. Conforme avanzaba el día sin que las muestras de mejora hicieran acto de presencia, el pánico comenzó a cundir. De sobra era sabido que ella y nadie más que ella podía salvarnos de las tinieblas.
La histeria se adueñó de los espíritus cuando Mamá Sol soltó de sus manos el collar de cuentas con el que solía convocar al Astro. Los últimos rayos se filtraban por la ventana mientras los hombres contemplaban la caída del Sol llenos de congoja. Los niños más avispados, sabiendo el peligro que se les venía encima, lloriqueaban abrazados al cuello de sus mamaitas. Las mujeres trabajaban duro en la casa de Mamá Sol, inundando el ambiente con vapores de eucalipto y humedeciendo su viejo cuerpo con toallas. Todas con las lágrimas a flor, atónicas al contemplar el final que se les venía encima, sabiendo que sus corazones de madre no podrían hacer nada.
Sólo ella conocía los sortilegios adecuados, la súplicas y rezos exactos. Sólo ella podía salvarnos de las tinieblas. Tuvimos pesadillas durante siglos con ese momento, el momento en que el Dios Sol reanudara su búsqueda y fuera perdonado por sus hermanos. Los demás dioses nos castigarán entonces a los hombres, reprochándonos que engatusáramos a su hermano con rezos y ofrendas en lugar de rechazarlo como ellos habían hecho. Ese día la piedad de los dioses caerá sólo sobre su igual, al que permitirán volver, pero al que darán el último escarmiento sumergiendo al Astro en una gran cuba de agua, donde los rayos se apagarán sin que hierba una sola gota. Castigo que también caerá sobre nuestras cabezas, la luz se apagará por siempre y el frío comenzará a congelarnos la sangre.
Cuando el Sol caiga, el frío y la tiniebla se adueñarán de la Tierra. La vida comenzará sin prisas a ser muerte, advirtiéndose apenas con el susurro de la oscuridad en vez de con los cascabeles con los que habría de anunciar su llegada. Silenciosa y fúnebre, hará que se nos enfríen las carnes y se entumezcan nuestros huesos al paso que los cultivos perecen por la ausencia del Gran Astro. Los animales morirán congelados. Tan sólo unos pocos conseguirán salvarse, huirán a las montañas a refugiarse en las cuevas y alimentarse de los escasos rastrojos que soportarán el frío. Nosotros, los hombres, dejaremos de ser humanos para convertirnos también en animales, en bestias. Correremos cual salvajes tras los pocos mamíferos vivientes par intentar dar de comer a los nuestros. Mataremos algo más que simples almas sin conciencia. Lucharemos contra aquellos que eran nuestros hermanos y que acabarán convirtiéndose en carnes desgarradas. Nuestros hijos perecerán sin que podamos impedirlo. De este modo, el fin de la condena del Sol, el perdón del Dios, será a su vez el fin del pueblo que lo engatusó con idolatrías.

Cuando Mamá Sol exhaló su último suspiro los gritos se apoderaron de la casa. El atardecer se la llevó mientras la noche traía la locura. Tres o cuatro mujeres cayeron desmayadas al poco de haber muerto la mujer. Las demás corrieron a abrazar a sus hijos, a buscar a sus maridos para planear su vida y supervivencia en el mundo de las tinieblas. Sólo unas pocas supieron guardar la calma, dedicándose a velar y preparar el cadáver para dalre la sagrada sepultura que se merecía.
Cuando los nervios iniciales hubieron pasado, la calma del terror se apoderó del pueblo. Los gritos, los pasos corriendo atropellados, los desmayos y los ataques de pánico cesaron. El pueblo aceptó con resignación la condena, así estaba escrito y así sería. Más valía malvivir durante alguún tiempo, entregándose al fin con el alma en paz, que agonizar luchando por sobrevivir a lo irremediable. Sólo los susurros de las oraciones y el paso de las lágrimas por las mejillas rompían el silencio de la noche.
Ya estábamos preparados para la hecatombe cuando se acercaba la hora en la que el Sol solía surgir por el acantilado. Acabábamos de enterrar la última esperanza cuando una pequeña luminosidad alarmó a nuestros corazones. Los niños contuvieron el llanto durante unos segundos, las lágrimas se secaron e incluso cesaron los rezos que velaban el cadáver. La congoja se transformó en éxtasis. Allí estaba, bañándonos con sus rayos.
El Sol. Inmenso, brillante, cálido. Una explosión de color se adueñó del firmamento. Le ofrecimos nuestros rostros sorprendidos como si lo contempláramos por vez primera. Las estrellas se difuminaban y las tinieblas se diluían entre luces anaranjadas. Nuestra incredulidad se transformó rápidamente en agradecimiento. A él y sólo a ÉL debíamos y debemos nuestras vidas.
Había esperanzas para la vida pese a la muerte de Mamá Sol, ¿cómo era posible? Tras los primeros momentos de incontenible alegría, el pueblo entero volvió a alarmarse. Podía tratarse tan sólo de un tránsito, el Sol podía reemprender su marcha en cualquier momento.
Pero no, no había duda. Estaba allí como cada día, como cada vulgar amanecer, sin cambios ni variaciones que hicieran prever su desaparición ni modificación alguna. La estúpida manía humana de cuestionarlo todo apareció en las mentes. ¿Cómo?, ¿cómo estaba él allí? Si el Sol dependía de ella, si sólo obedecía a sus rezos y sus súplicas, ¿cómo era posible que hubiera regresado a nuestro cielo?, ¿o tal vez nunca se había marchado?
No era posible, no. La mentira o la piedad eran las opciones. O bien el Dios Sol y los demás dioses se habían apiadado de nuestras míseras vidas de hombres, o las palabras de Mamá Sol nunca sirvieron para nada que no fuese a suceder pese a ella. Si todo era mentira, si nuestras ofrendas, rezos y creencias no eran más que una invención, ¿qué les quedaba a nuestras almas?
Si la leyenda no se había cumplido, si los dioses creadores no estaban llamando a su hermano, si el hermano mismo actuaba fuera de toda lógica con aquel amanecer haciendo que no escuchaba, ¿acaso no podía ser todo una quimera? ¿Qué pensar cuando la profecía no se había cumplido? ¿A dónde se dirigían nuestros rezos? ¿Mamá Sol verdaderamente se comunicaba con el Dios Sol? ¿A quién encomendábamos nuestras almas? ¿En qué confiábamos?, ¿en qué creíamos? Las lágrimas de temor por las tinieblas fueron sustituidas por las lágrimas de los desorientados, del pueblo que, más desamparado que nunca, miraba al cielo sin saber si era un dios o un objeto lo que estaba sobre sus cabezas. Sin saber si alguien nos escuchaba y vigilaba, si había un algo más detrás de las montañas y de los valles. Algo, cualquier cosa, detrás de todo el sufrimiento humano. ¿Cómo vivir con esa carga de desasosiego? Vivos, pero… si ella ha muerto, si el Sol sale, si no sabemos qué ni cómo ni cuándo, ni siquiera por qué estamos aquí, ¿no pierden nuestras vidas todo sus sentido?, ¿no es la nuestra la gran tragedia del pueblo abandonado que pierde la fe?
Mientras el pueblo entero buscaba explicaciones inexplicables al fenómeno, su pequeña sombra fue atisbada al borde del precipicio. Estaba acurrucada en el suelo con un collar de cuentas enredado den las manos. Tenía los labios resecos y llenos de oraciones. Ahí estaba, temblorosa y satisfecha, nuestra salvadora. La niña de cuyas manos pendían ahora nuestras vidas. La única y bienaventurada pequeña que sería conocida a partir de entonces como la Hija del Sol.

No hay comentarios: