

Ese alguien misterioso que habitaba la casa era conocido como El Loco de la Ventana. Sólo se dejaba ver de noche, en su ventana, con la cabeza apoyada sobre el cristal y los brazos estirados, con el gesto desgarrado como si estuviera loco, mientras los gatos maullaban a la luna y saltaban acompañando la locura de su protector.
* * *
En el escenario se movía pisando margaritas. Podías verla girar y girar sobre sus talones sin cansarte, sin pestañear siquiera. El teatro entero se volvía cristal cuando aparecía, cada gesto era frágil y quebradizo. Cada movimiento derruía el anterior y construía el siguiente. Un tosido en el patio de butacas parecía bastar para hacerla caer. Si la belleza tuviera que personificarse, tener rostro, labios o piernas, nunca serían las de Ludivine; pero si la belleza tuviera que plasmarse en movimiento no se movería como la brisa marina ni las hojas de los árboles, la belleza se movería como Ludi, con la precisión de sus pasos de copa de filo roto. La pulcritud de sus pasos rallaba en la ciencia más exacta. Saltos matemáticos y giros físicos. Vuelos acelerados. La atracción gravitatoria vencida por las revoluciones del tutú. Los ojos llenos de maquillaje, lágrimas y destellos.
Era tan maravillosa que todos querían chuparle las piernas. No se lo decían, por supuesto que no, el fingimiento y disimulo camuflan bien la lascivia. Los hombres más importantes de cada ciudad -políticos, empresarios, grandes constructores, etcétera, etcétera-, solían ser invitados a cenar o a tomar algo con el personal de la Compañía de Danza después de las funciones. Dos copas de champagne bastaban para que los más venerables se despojaran de todo protocolo y ritual de cortejo. Sucumbiendo a sus más bajos instintos se arrodillaban ante la bailarina, salpicándola de alcohol mientras le suplicaban amor o, al menos, se insinuaban como compañía para la noche. Desde esa perspectiva, con la corbata desencajada, pañuelo de seda arrugado y compostura perdida, les era imposible ver más allá de sus muslos. El mundo comenzaba en sus tobillos para perderse en los confines de sus carnes, donde el lino del vestido se confundía con la piel dulce de leche de Ludi. Las rodillas eran el punto álgido, la perdición hecha carne de todo hombre que estuviera en sus cabales. Amor, regalos, halagos, diamantes, amantes... todo le era propuesto desde el suelo. Ludi miraba, simplemente. Nunca prestaba la más mínima atención a todas esas promesas llenas de incoherencias y amor infinito que graznaban los honorables borrachos postrados ante ella. La máxima dedicación que les entregaba era la de conseguir que el director de la compañía se las arreglara para despegarlos de ella.
Todos se preguntaban por qué nunca subía a ninguno de estos hombres a su habitación. Hasta el director de la compañía le había dicho que no importaba si alguna vez tenía un desliz con alguno de aquellos que le prometían sueños dorados. Nadie entendía que no pudiera pensar en hombres, esa castidad en camisón de seda resultaba incomprensible.
Su público, sus compañeros, el director, incluso su misma carrera de bailarina, le pedían que se comportara tal y como se espera de una artista de tal calibre. Hay una imagen, una pose que mantener. Por ese motivo, en lugar de dedicarse a amantes y amoríos, Ludi sufre. Sufre de acuerdo con su nivel de artista, mucho, puede que demasiado. Sufre porque así es como ha de ser, porque así le gusta al respetable público imaginársela después de las actuaciones. Sola en su camerino, lavando las zapatillas rosas en whiskey. Sufre porque vende, se lo ha dicho su agente. En las entrevistas pone cara de maníaca depresiva y suelta algunas lagrimitas, firma autógrafos con tristeza y desgana.
Nadie sabe que Ludi tiene un amante. Aunque lo supieran, nadie querría saberlo. Está loco. El Loco de la Ventana, el de la casa de los gatos. Él sólo puede ofrecerle maullidos y gatos bajo la luna.
Años atrás Ludi se saltaba clases a su antojo de bailarina caprichosa. Desaparecía una hora, dos, o incluso toda la mañana, para divagar por ahí en busca de algo más provechoso y menos aburrido que el colegio. La pequeña Ludi se escapaba de la escuela por la verja de atrás. Saltaba elásticamente y se escabullía por las calles antes de que nadie pudiera verla. Al principio todo eran enfados y castigos en casa al enterarse de sus fugas escolares. Semanas sin salir, sin postre, sin televisión y sin muñecas, hasta llegaron a prohibirle ir a clases de danza si persistía en su actitud.
¿Qué le importaba a ella el colegio? Cuando asistía a clase no hablaba ni sonreía demasiado, estudiaba aún menos. La habían convencido de que la danza era su vida, así que a ello se dedicaba en cuerpo, alma y tobillos. Practicaba pasos de baile bajo la mesa en clase literatura, las lecciones de matemáticas las gastaba en recordar el número exacto de movimientos que debía hacer en su siguiente muestra. Sabía que su camino no podía estar echo de libros ni calculadoras, sino de baldosas amarillas que ella debería recorrer con limpieza en cada paso.
Tenía algo que muy pocos tienen: futuro, trabajaba duro para asegurárselo. Entrenamientos tres días a la semana con las demás chicas del club de baile, las cuales la admiraban y envidiaban si relacionarse demasiado con ella. Dos días más iba clases de refuerzo y complemento a su educación de prodigio. Su profesora y entrenadora personal se encargada de que realizase cada uno de sus ejercicios y de que entrenara mucho más duro de lo que ninguna de sus alumnas lo había hecho antes. Ludivine logró cosas a las cuales la técnica de su maestra no llegaba, movimientos que la pobre mujer, que una vez también soñó con ser bailarina, no podía plasmar con sus piernas y tenía que limitarse a imaginar y transmitir la idea a su discípula.
A los catorce años, con la perla ya en el instituto y el apoyo incondicional de su profesora de baile, sus padres, convencidos de que su niña era un prodigio de la danza y de que nada serviría empeñarse en que se dedicara a actividades intelectuales tales como la historia o las matemáticas, dejaron de atormentarla. Llegaron a tomar sus paseos en hora escolar como una forma en que la pequeña se liberaba de las tensiones que podían producirle tantas horas de entrenamiento al día. Además, teniendo en cuenta que sus salidas eran siempre diurnas, ¿qué mal podían hacerle?
Así, Ludi fue haciendo suyas las calles de la ciudad. Vagaba, danzaba y observaba el ir y venir de las personas que encontraba en su camino: las ancianitas, los niños de la guardería, los vagabundos recostados en los callejones... Sus paseos constaban de dos partes: durante la primera paseaba, observaba y apuntaba mentalmente aquellos movimientos que merecían su atención. En la segunda buscaba un lugar tranquilo y se dedicaba a imitar lo que había recopilado, o simplemente ensayaba cualquier cosa de ballet clásico que se le resistiera. En busca de dichos lugares tranquilos, sus pasitos de muñeca se adentraron en los barrios bajos, donde las prostitutas barrían los portales y los últimos borrachos intentaban ponerse en pie sobre vómitos resecos. Esos arrabales donde una princesita como ella nunca debería haber puesto la zapatilla, donde puede aprenderse todo lo que no enseñan en la escuela. Y, ante todo, los lugares que circundaban la colina.
Pronto encontró un lugar solitario donde podía ensayar sin ser molestada, justo al pie de la colina. Podía hacer mil giros y piruetas sin temor a ser molestada porque nunca nadie pasaba por allí. Aquel lugar era mejor que ningún otro de los que hubiera podido encontrar, una pequeña arboleda con no más de media docena de pinos resecos, llena de basura y desperdicios que el viento arrastraba. También había un viejo merendero, prueba de lo que había sido un intento de convertir el lugar en parque municipal. Un poco más allá, colina arriba, todo eran matorrales secos y malas hierbas. En la cima, coronándola, la casa, con un único árbol en su jardín lleno de mininos.
La chica danzaba y pirueteaba de aquí para allá, hacía volteretas sobre el viejo merendero y equilibrios sobre los pedruscos. Imaginaba lagos de los cisnes donde Sigfrido era uno de los árboles y los demás cisnes los arbustos. Correteaba como calentamiento y canturreaba para no escuchar de fondo el horrible murmullo de la ciudad.
Un día, Ludi subió la colina. Ni ella misma sabría decir por qué lo hizo. Llegó hasta el porche de los gatos y uno de los animales comenzó a frotarse contra sus piernas. Jugueteó con el gato, corría tras él y lo acariciaba al darle alcance. Lo estaba acunando entre sus brazos cuando se dio cuenta de que alguien la observaba desde la ventana. Vio sólo un ojo que desapareció antes de que pudiera echarle un segundo vistazo. En sólo unos instantes había podido darse cuenta de que no era un ojo normal, sino un ojo desesperado y gatuno. Un ojo que sólo podía pertenecer a una persona, a aquel al que los viejos llamaban El Loco de la Ventana. El gato saltó de sus brazos y entró a la casa por una de esas puertas para mascotas. Ludi no tenía miedo porque las estrellas como ella no pueden tenerlo. Se acercó a la puerta. Apoyó la cabeza sobre ella, intentando escuchar qué sucedía dentro. Sólo silencio. Cerró los ojos. Apenas notó cómo la puerta se iba abriendo sigilosamente, dejó su cuerpo ir mientras se abría. No pudo chillar de terror cuando El Loco de la Ventana la miró y ella cayó en sus brazos.
El Loco de la Ventana resultó no ser tan loco ni tan peligroso como los demás le habían pintado. Bueno, quizá sí peligroso. Pero el peligro residía en querer quedarse allí para siempre, colgada de sus movimientos felinos, en no querer salir de su boca ni de sus brazos, en amarlo desde el primer momento sin explicación racional posible. El Loco de la Ventana enseñó a Ludivine algo muy importante para el arte, la enseñó a amar y ser amada. Los asombrados ojos de los gatos observaban a la feliz pareja.
Se amaron desde el principio y sin interrupciones. Comenzaron a los 15 años de ella y los misteriosos 17 de él. Ludivine nunca le preguntó nada de su vida ni le pidió que le revelara la verdad de la leyenda. Aceptó el misterio y comenzó a ser parte de él.
Ella iba a verlo cada mañana. Se marchaba del instituto al comienzo de la segunda hora y llegaba a la colina hacia las diez, él solía estar aún dormido. La bailarina lo despertaba con dulzura y música. Desayunaban cruasanes recién horneados y escuchaban discos en el viejo gramófono. Hablaban de los gatos y de sus clases de baile. Bailaba para él y reían. Él tocaba la trompeta para ella y reían. Se amaban y reían. Hacia eso de las doce Ludi regresaba a clase, daba francés y literatura con su cabecita de enamorada pensando todavía en la colina.
Crecieron sin dejar de verse. El lugar no cambió, siempre en la colina. Los horarios sí que fueron variando. Tuvieron que adaptarse a las clases de conservatorio cuando la bailarina acabó el instituto; a los infinitos ensayos al ingresar en la Compañía de Danza y, por último, a las giras, que dejaban las oportunidades de verse reducidas a los pocos días que la Compañía pasaba en la ciudad cada cuatro o cinco meses.
Giras y giras alrededor del país, del mundo. París, Londres, Nueva York, Sydney... para acabar otra vez allí, en su teatro, en su ciudad. La ciudad de la danza por excelencia. La única con aplausos infinitos a las danzarinas, con lleno hasta la bandera los días que había espectáculo de baile en el Gran Teatro. Aplausos, risas, dinero y sonrisas. Amor a la música y a la danza. La ciudad donde había nacido, crecido y formado como bailarina. La única ciudad donde a ella le brillaban los ojos. La única con una colina, una casita en la cima y un loco dentro, esperándola.
Cada noche en la ciudad Ludi se escapaba su hotel cinco estrellas sin que nadie se percatara. Susurrando con sus pasos volvía a vestirse después de haberse puesto el camión y haberle dado las buenas noches a todo el personal que rodeaba cada uno de sus viajes en gira. No pedía ningún taxi ni hacía el mínimo gesto que los recepcionistas pudieran reconocer como suyo. Se camuflaba en faldas atrevidas, abrigos seductores, maquillaje excesivo, fulares y abalorios, de modo que la identificaran como una de tantas amiguitas caras que muchos clientes solían llevar al hotel. Era fácil ser vista sin ser reconocida.
A la mañana siguiente, una vez en el hotel, hacía uso de su mejor arma de desesperación y disimulo. Sacaba la botella de ginebra que siempre llevaba en la maleta, un frasco grande similar al de channel nº 5. Se untaba los dedos y se embadurnaba el cuello frente al espejo.
“¿Dónde estuviste?, ¿dónde?” “Aquí, en ningún sitio.” Preguntas repetitivas y respuestas sin tampoco demasiada diferencia. Olor a ginebra alrededor de su cuello y manchas salpicándole el camisón. La lindeza ponía cara de víctima o de desesperada, según se presentase. A veces incluso de víctima desesperada que es, con mucho, lo que más vende. Pero ella no bebía ni una sola gota, usaba la ginebra como perfume, como anzuelo de tristezas. Las marcas de la noche no dormida hacían las veces de resaca y simulaba restos de lágrimas.
Con esto conseguía tranquilizar la mente atrofiada del director, que tenía por lema un absurdo “sin tristeza no hay arte”. La dejaban descansar toda la mañana mientras el resto de la compañía visitaba tal o cual exposición, daban conferencias en la Escuela de Danza o participaban en cualquier otro acto cultural que les facilitara las subvenciones. Habiendo dejado a la estrella en cama se aseguraban, de paso, las jugosas murmuraciones de la prensa, que inventaba mil y una historias de sexo y droga con ella como protagonista.
Qué sarta de mentiras en sus manos, en su boca, en sus pasos y tutúes de depresiones ficticias. Qué tristeza más mal llevada y qué felicidad tan bien disimulada.
Las escapadas nocturnas de Ludi sólo tenían cabida allí, por supuesto. En el resto de lugares se limitaba a llevar a cabo el ritual mañanero de la resaca fingida para que nadie pudiera sospechar lo más mínimo.
Al paso que Ludivine atravesaba la ciudad con pintas de damisela cara le salían no pocos clientes. Los esquivaba burlona y astuta, dando a entender que alguien ya había pagado su astronómico precio. Él la esperaba oculto entre los matorrales del viejo merendero, gracias a su vista casi felina subían la colina cogidos de la mano. Una vez allí, mientras ella se desmaquillaba y cambiaba el aspecto de fulana por el de la clara Ludi, él se apoyaba contra el cristal y desencajaba el gesto para el deleite de algún que otro viejo insomne que seguía creyendo en la leyenda y no se decidía a descansar hasta que se había realizado el ritual. Las tradiciones merecen ser conservadas. Tras esto, corría las cortinas, nadie haría de saber nunca que en la casa del Loco fulguraba una estrella.
Tan sólo una vez El Loco de la Ventana consistió en abandonar su nido. Ludivine jamás le había instado a que saliese, ella no pedía más de lo que ya le daba. Fue él mismo el que, cuando la muchacha le contó emocionada que iba a actuar por vez primera en el Gran Teatro con la Compañía de Danza, le pidió que lo arreglara todo para poder ir a verla. No sin esmero ni nervios se dedicaron ambos a la preparación de dicha escapada. Debía parecer un muchacho normal, ni siquiera un entusiasta de la danza ni un entendido del mundillo del arte, simplemente un estudiante al que alguien había dado una invitación para el espectáculo y había acabado allí casi por casualidad. Por nada del mundo tenían que relacionarlos y, ni mucho menos, reconocerlo. No era demasiado el riesgo, ya que jamás habían sido vistos juntos ni él había sido atisbado nunca a una distancia desde la que pudiera reconocérsele.
Ludivine se encargó de conseguirle traje y corbata nuevos. Un traje en beige impecable y corbata salmón sustituyeron el tradicional atuendo de cortabas raídas y camisas llenas de pelos de gato que caracterizaban al Loco de la Ventana. Ludi no tuvo más remedio que echarse a reír al verlo así vestido. Sabía que nunca podría amar a alguien que vistiera siempre con tanto decoro. Lo besó y juntos se las apañaron para arrugar la camisa.
La aventura en el exterior fue bien. Nadie le prestó atención y pudo deleitarse de las piruetas de su amada sin levantar sospechas. Se le saltaron las lágrimas al verla tan bella y volátil. Una vez, tan sólo una vez, ella lo miró desde el escenario.
Después de aquello intentó amarla más si cabía. Quería demostrarle que su amor podía ser aún mayor que el que ella hacía sentir al respetable mientras estaba en escena.
Sus encuentros no volvieron a abandonar la colina ni los maullidos de los gatos. Las escenas de sus noches allí siempre eran parecidas: bailaban e indagaban sobre sus propios cuerpos. Ya de madrugada, el preparaba suculentas cenas con las escasas frutas y verduras que obtenía de su pobre huerto y la sutil ayuda de los condimentos y especias que Ludivine le traía de cada uno de sus viajes. Engullían los manjares a oscuras, en el porche. Rodeados de ojos de gato, de estrellas y las luces de toda una ciudad rendidas a sus pies.
El final fue simple: un día llegó y El Loco de la Ventana no estaba esperándola. El gramófono no sonaba ni los gatos maullaban. De hecho , sólo uno de los mininos estaba allí. De la casi veintena que rondaban por la casa sólo uno remoloneaba y gemía, escuálido y hambriento, sin fuerzas para haber huido a dónde quiera que hubieran ido las demás.
Entró en la casa. El esquelético gatito blanco se arrastraba pegándose a sus pies. El gramófono parado. Corbatas y vinilos por el suelo. Ni rastro de él en el salón, tampoco en la cocina ni en el baño. Tomó al gato en sus brazos antes de entrar en la habitación. Empujó la puerta mientras se aferraba al lomo del animal. Tampoco estaba. El Loco de la Ventana había desaparecido. No lo encontró dentro del horno ni en el frigorífico. No salía en ninguno de los setenta y siete canales del televisor. No apareció entre los pañuelos blancos ni debajo del sofá.
Esperar, esa era la esperanza. Esperar allí, buscando algo con que alimentar al gato mientras se convencía de que un poco de tiempo bastaría para que regresara. Ni las agujas del reloj ni el whiskey lo hicieron aparecer. El gato comió algo que encontró en una lata y que no resultaba fácilmente definible. Comenzó a maullar. Sobresalió la luna por el tejado. Las piernas de Ludi se deshicieron de la falda de tablas y se echó a llorar en el sofá. Su cuerpo se retorcía entre hipo y maullidos de gato. Amanecía, ni él ni los gatos habían regresado. Se apoyó en la ventana con los brazos estirados. Estampó la cabeza contra el cristal y desencajó el rostro de dolor, como si estuviera loca.
El resto de los gatos regresaron con el siguiente atardecer.

1 comentario:
Me encanta cómo salpicas subrepticiamente el texto con frases o adjetivos lapidarios... Rico, rico, rico. He disfrutado más esta segunda lectura que la primera. Ñam.
Un abrazo,
Mertzer K.
(Conde de lo Trágico)
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