Teníamos veinte años y confiábamos en los preservativos por encima de todo. Confiábamos en ellos en la medida en que nuestra vida, en cierto modo, dependía de esos globitos de plástico. A ojos cerrados los colocábamos en los penes de nuestros chicos, novios y amantes. Sin pensárnoslo dos veces, sin dudar ni una sola y desenrollando correctamente el plástico sobre el órgano eréctil. No pensábamos en el SIDA ni en la sífilis, sino en niños, en bebés que se desarrollan en medios acuáticos dentro de vientres como los nuestros. Porque si alguien nos hubiese preguntado qué era lo último que queríamos en esta vida habríamos contestado, sin duda, quedarnos embarazadas.
El rollo del condón era casi como aquel juego de niños en el que uno lleva la peste y trataba de contagiar a los demás. Todos los pequeños gritaban “me vacuno” y, automáticamente, quedaban fuera de peligro ante la epidemia. Un trocito de látex-acumula-semen era el “me vacuno” de los niñitos que crecen dentro. No saldrían cositas con brazos y piernas de nuestras vaginas, no señor.
Al poco de acabar la época de exámenes alguien comenzó a lloriquear en los aseos de la facultad. Al principio no sabíamos de quién se trataba, sólo oíamos salir los gemidos de detrás de la tercera puerta y nos preguntábamos quién podría estar ahí otra vez gimoteando. No pasó mucho tiempo hasta darnos cuenta de que una de esas tantas chicas con las que nunca habíamos hablado siempre llegaba a clase con los ojos hinchados y llorosos. De modo que era ella la llorona de los lavabos.
Seguramente hubiera sido mejor no haberlo sabido nunca, lo cual también habría resultado imposible. En seguida comenzamos a pegar la oreja a ver si nos enterábamos de porqué la muchacha se marchitaba un día tras otro en los lavabos. Sus amigas no tardaron en dejar caer la piedra: estaba embarazada. Había decidido tenerlo, pero eso no le impedía pasarse el día llorando. Estaba en su derecho, después de todo, ¿cuál de nosotras no lloraría? Respiramos aliviadas. A nosotras no nos pasaría, jamás. Nosotras éramos las señoritas del plástico y llevábamos condones y barra de labios en cada da uno de nuestros bolsos y mochilas de viaje. Ningún pene desvestido entraría en nuestro cuerpo, no señor. Y, si alguno lo hacía o lo había hecho, había sido un pene lo suficientemente conocido como para que nosotras, señoritas modernas donde las haya, hubiésemos decidido poner otras barreras –anticonceptivos varios- para tal efecto. Así que estábamos salvadas.
¿Cómo podía haber sido tan imbécil aquella chica? ¿Cómo podía haber hecho una gilipollez como aquella? En la vida habíamos cruzado más de tres palabras con ella, pero cuando levantaba la mano para preguntar en clase sus pregunta solían ser interesantes y su vocabulario variado. Sabíamos que leía a Oscar Wilde y a Raymond Carver porque más de una vez se le habían caído los libros de las manos o el pupitre y se los habíamos alcanzado si pasábamos por allí. Era una tía lista, no había duda, con unas converse rojas y un chico mono con moto que venía a recogerla a la salida. ¿Cómo podía haber dejado que le pasase aquello?
Crecieron los rumores al tiempo que su barriga. Al parecer el padre no podía ser sino el chico aquel que venía en moto. Eran una bonita pareja, así que el niño debería salir también mono. Pero a nosotras quién fuera el padre y cómo fuesen a mezclarse sus genes nos traía sin cuidado. El cómo se había quedado embarazada lo teníamos bastante claro y lo desaprobábamos con toda nuestra alma. Luego sus amigas, que intentaban no hablar demasiado del tema, comenzaron a difundir que ella juraba que jamás lo había hecho sin condón. Que JAMÁS lo había hecho SIN condón. En ese punto de la historia fue cuando empezó a cundir el pánico. De modo que ese niño era fruto de la estadística, de la estadística del error para ser exactos. Un 99% de seguridad ofrecida por el trocito de plástico. Un 99%. Lo que nos deja ese solo, mínimo, ínfimo, improbable 1% de posibilidades de concepción. Pero existía. De modo que existía. Ese uno por ciento no sólo era una leyenda de porcentajes en anticonceptivos. Las posibilidades de embarazo existían y se materializaban. Lo peor de todo, se materializaban.
Dejó de ir a clase cuando ya era más que evidente su estado de preñez. La veías pasear por los pasillos con su barriga y sus carpetas. Al parecer alguien había decidido dejarles un pisito a ella y a su chico para que vivieran juntos y cuidaran al bebé. No era el futuro que habían imaginado pero no pareció desagradarles demasiado. Ella dejó de llorar y él empezó a ir a recogerla en coche en lugar de en moto.
Por nuestra parte, nosotras comenzamos nuestro suplicio particular. Temiendo que ese uno por ciento pudiese atacarnos tal y como había hecho con aquella chica. Esperábamos con temor nuestros días de regla, exasperándonos y poniéndonos de los nervios si no llegaban. Gastamos montones de dinero en test de embarazo que se tornaban del color esperado cada vez que orinábamos sobre ellos. Nuestros chicos nos abrazaban o temblaban a la par que nosotras. Ellos también tenían miedo. Les daba pavor el imaginarse acunando a una personita pequeña entre sus brazos. Cuando en un intento de desentenderse del asunto nos decían cosas tales como “no estoy preparado para ser padre” los odiábamos y les escupíamos a la cara. ¿Es que acaso estábamos preparadas nosotras? No se nos retrasaba la regla por nuestra propia voluntad, joder, no. Nosotras queríamos que nos viniese todos los meses. Puntualmente. Hubiésemos querido tenerla permanentemente si eso hubiese garantizado que no estábamos preñadas.
La sola idea del embarazo nos daba arcadas. A alguna se le ocurrió decir que debía ser como tener renacuajos en el estómago. Renacuajos en el estómago. Algo nadando en tu interior, creciendo y desarrollándose ahí dentro. Algo con brazos y con piernas. Con una boca y una nariz. Un pequeño, algo más pequeño que los que corren por el parque. Y luego él salía de ahí dentro para llorar ahí fuera. Lloraría y nos tiraría la papilla a la cara y, bueno, nosotras no teníamos nada en contra de la reproducción ni de la infancia, algunas incluso querían en un futuro ser madres, pero teníamos veinte años y pensar en un embarazo nos daba poco menos que dolor de cabeza.
La neurosis colectiva no nos hizo renunciar por nada del mundo al sexo. Estábamos dispuestas a sufrir, a enloquecer, a dudar, pero no a dejar de follar. Eso por nada del mundo. Así que seguimos haciéndolo como si tal cosa. Con los corazones un poco más asustados después de que ella volviese a la universidad y su chico fuese a recogerla en un coche con sillita de bebé.
Poco a poco dejamos de pensar en ello. El uno por ciento dejó de existir para nosotras y nos concentramos fijamente en el noventa y nueve por ciento restante. Nos entregamos al sexo joven y sin aditivos, por favor. Cada fin de semana, cada jueves por la noche. Cada día que hubiese hueco o sin haberlo. En cualquier lugar en el que pudiésemos ocultar nuestro cuerpo mínimamente. Teníamos veinte años y confiábamos en los preservativos por encima de todo.
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