A David, porque fuimos adverbios.
Quiero estar contigo sin advervios de tiempo. Contigo, sin ahora ni siempre. Destruir el mañana, difuminar un ayer, quitar el tarde y que no queden jamás ni pronto. Dejar nunca invalidado. No volver a usar entonces, mientras o ya. Quizá sólo un anoche, pero no un ahora ni un aún, cuando, todavía, después. Quiero quererquererte, querertenerte sin adverbios de tiempo. Con otros advervios sí, pero no de estos. Echaré mano de esos otros , más cálidos, más tiernos, más reales, esos otrosacabados en mente. De modo que voy a quererquererte, querertenerte, quereramarte,
cálida-
rápida-
pausada-
directa-
adverbial-
mente.
domingo, 15 de febrero de 2009
Renacuajos en tu Estómago (2008)
Teníamos veinte años y confiábamos en los preservativos por encima de todo. Confiábamos en ellos en la medida en que nuestra vida, en cierto modo, dependía de esos globitos de plástico. A ojos cerrados los colocábamos en los penes de nuestros chicos, novios y amantes. Sin pensárnoslo dos veces, sin dudar ni una sola y desenrollando correctamente el plástico sobre el órgano eréctil. No pensábamos en el SIDA ni en la sífilis, sino en niños, en bebés que se desarrollan en medios acuáticos dentro de vientres como los nuestros. Porque si alguien nos hubiese preguntado qué era lo último que queríamos en esta vida habríamos contestado, sin duda, quedarnos embarazadas.
El rollo del condón era casi como aquel juego de niños en el que uno lleva la peste y trataba de contagiar a los demás. Todos los pequeños gritaban “me vacuno” y, automáticamente, quedaban fuera de peligro ante la epidemia. Un trocito de látex-acumula-semen era el “me vacuno” de los niñitos que crecen dentro. No saldrían cositas con brazos y piernas de nuestras vaginas, no señor.
Al poco de acabar la época de exámenes alguien comenzó a lloriquear en los aseos de la facultad. Al principio no sabíamos de quién se trataba, sólo oíamos salir los gemidos de detrás de la tercera puerta y nos preguntábamos quién podría estar ahí otra vez gimoteando. No pasó mucho tiempo hasta darnos cuenta de que una de esas tantas chicas con las que nunca habíamos hablado siempre llegaba a clase con los ojos hinchados y llorosos. De modo que era ella la llorona de los lavabos.
Seguramente hubiera sido mejor no haberlo sabido nunca, lo cual también habría resultado imposible. En seguida comenzamos a pegar la oreja a ver si nos enterábamos de porqué la muchacha se marchitaba un día tras otro en los lavabos. Sus amigas no tardaron en dejar caer la piedra: estaba embarazada. Había decidido tenerlo, pero eso no le impedía pasarse el día llorando. Estaba en su derecho, después de todo, ¿cuál de nosotras no lloraría? Respiramos aliviadas. A nosotras no nos pasaría, jamás. Nosotras éramos las señoritas del plástico y llevábamos condones y barra de labios en cada da uno de nuestros bolsos y mochilas de viaje. Ningún pene desvestido entraría en nuestro cuerpo, no señor. Y, si alguno lo hacía o lo había hecho, había sido un pene lo suficientemente conocido como para que nosotras, señoritas modernas donde las haya, hubiésemos decidido poner otras barreras –anticonceptivos varios- para tal efecto. Así que estábamos salvadas.
¿Cómo podía haber sido tan imbécil aquella chica? ¿Cómo podía haber hecho una gilipollez como aquella? En la vida habíamos cruzado más de tres palabras con ella, pero cuando levantaba la mano para preguntar en clase sus pregunta solían ser interesantes y su vocabulario variado. Sabíamos que leía a Oscar Wilde y a Raymond Carver porque más de una vez se le habían caído los libros de las manos o el pupitre y se los habíamos alcanzado si pasábamos por allí. Era una tía lista, no había duda, con unas converse rojas y un chico mono con moto que venía a recogerla a la salida. ¿Cómo podía haber dejado que le pasase aquello?
Crecieron los rumores al tiempo que su barriga. Al parecer el padre no podía ser sino el chico aquel que venía en moto. Eran una bonita pareja, así que el niño debería salir también mono. Pero a nosotras quién fuera el padre y cómo fuesen a mezclarse sus genes nos traía sin cuidado. El cómo se había quedado embarazada lo teníamos bastante claro y lo desaprobábamos con toda nuestra alma. Luego sus amigas, que intentaban no hablar demasiado del tema, comenzaron a difundir que ella juraba que jamás lo había hecho sin condón. Que JAMÁS lo había hecho SIN condón. En ese punto de la historia fue cuando empezó a cundir el pánico. De modo que ese niño era fruto de la estadística, de la estadística del error para ser exactos. Un 99% de seguridad ofrecida por el trocito de plástico. Un 99%. Lo que nos deja ese solo, mínimo, ínfimo, improbable 1% de posibilidades de concepción. Pero existía. De modo que existía. Ese uno por ciento no sólo era una leyenda de porcentajes en anticonceptivos. Las posibilidades de embarazo existían y se materializaban. Lo peor de todo, se materializaban.
Dejó de ir a clase cuando ya era más que evidente su estado de preñez. La veías pasear por los pasillos con su barriga y sus carpetas. Al parecer alguien había decidido dejarles un pisito a ella y a su chico para que vivieran juntos y cuidaran al bebé. No era el futuro que habían imaginado pero no pareció desagradarles demasiado. Ella dejó de llorar y él empezó a ir a recogerla en coche en lugar de en moto.
Por nuestra parte, nosotras comenzamos nuestro suplicio particular. Temiendo que ese uno por ciento pudiese atacarnos tal y como había hecho con aquella chica. Esperábamos con temor nuestros días de regla, exasperándonos y poniéndonos de los nervios si no llegaban. Gastamos montones de dinero en test de embarazo que se tornaban del color esperado cada vez que orinábamos sobre ellos. Nuestros chicos nos abrazaban o temblaban a la par que nosotras. Ellos también tenían miedo. Les daba pavor el imaginarse acunando a una personita pequeña entre sus brazos. Cuando en un intento de desentenderse del asunto nos decían cosas tales como “no estoy preparado para ser padre” los odiábamos y les escupíamos a la cara. ¿Es que acaso estábamos preparadas nosotras? No se nos retrasaba la regla por nuestra propia voluntad, joder, no. Nosotras queríamos que nos viniese todos los meses. Puntualmente. Hubiésemos querido tenerla permanentemente si eso hubiese garantizado que no estábamos preñadas.
La sola idea del embarazo nos daba arcadas. A alguna se le ocurrió decir que debía ser como tener renacuajos en el estómago. Renacuajos en el estómago. Algo nadando en tu interior, creciendo y desarrollándose ahí dentro. Algo con brazos y con piernas. Con una boca y una nariz. Un pequeño, algo más pequeño que los que corren por el parque. Y luego él salía de ahí dentro para llorar ahí fuera. Lloraría y nos tiraría la papilla a la cara y, bueno, nosotras no teníamos nada en contra de la reproducción ni de la infancia, algunas incluso querían en un futuro ser madres, pero teníamos veinte años y pensar en un embarazo nos daba poco menos que dolor de cabeza.
La neurosis colectiva no nos hizo renunciar por nada del mundo al sexo. Estábamos dispuestas a sufrir, a enloquecer, a dudar, pero no a dejar de follar. Eso por nada del mundo. Así que seguimos haciéndolo como si tal cosa. Con los corazones un poco más asustados después de que ella volviese a la universidad y su chico fuese a recogerla en un coche con sillita de bebé.
Poco a poco dejamos de pensar en ello. El uno por ciento dejó de existir para nosotras y nos concentramos fijamente en el noventa y nueve por ciento restante. Nos entregamos al sexo joven y sin aditivos, por favor. Cada fin de semana, cada jueves por la noche. Cada día que hubiese hueco o sin haberlo. En cualquier lugar en el que pudiésemos ocultar nuestro cuerpo mínimamente. Teníamos veinte años y confiábamos en los preservativos por encima de todo.
El rollo del condón era casi como aquel juego de niños en el que uno lleva la peste y trataba de contagiar a los demás. Todos los pequeños gritaban “me vacuno” y, automáticamente, quedaban fuera de peligro ante la epidemia. Un trocito de látex-acumula-semen era el “me vacuno” de los niñitos que crecen dentro. No saldrían cositas con brazos y piernas de nuestras vaginas, no señor.
Al poco de acabar la época de exámenes alguien comenzó a lloriquear en los aseos de la facultad. Al principio no sabíamos de quién se trataba, sólo oíamos salir los gemidos de detrás de la tercera puerta y nos preguntábamos quién podría estar ahí otra vez gimoteando. No pasó mucho tiempo hasta darnos cuenta de que una de esas tantas chicas con las que nunca habíamos hablado siempre llegaba a clase con los ojos hinchados y llorosos. De modo que era ella la llorona de los lavabos.
Seguramente hubiera sido mejor no haberlo sabido nunca, lo cual también habría resultado imposible. En seguida comenzamos a pegar la oreja a ver si nos enterábamos de porqué la muchacha se marchitaba un día tras otro en los lavabos. Sus amigas no tardaron en dejar caer la piedra: estaba embarazada. Había decidido tenerlo, pero eso no le impedía pasarse el día llorando. Estaba en su derecho, después de todo, ¿cuál de nosotras no lloraría? Respiramos aliviadas. A nosotras no nos pasaría, jamás. Nosotras éramos las señoritas del plástico y llevábamos condones y barra de labios en cada da uno de nuestros bolsos y mochilas de viaje. Ningún pene desvestido entraría en nuestro cuerpo, no señor. Y, si alguno lo hacía o lo había hecho, había sido un pene lo suficientemente conocido como para que nosotras, señoritas modernas donde las haya, hubiésemos decidido poner otras barreras –anticonceptivos varios- para tal efecto. Así que estábamos salvadas.
¿Cómo podía haber sido tan imbécil aquella chica? ¿Cómo podía haber hecho una gilipollez como aquella? En la vida habíamos cruzado más de tres palabras con ella, pero cuando levantaba la mano para preguntar en clase sus pregunta solían ser interesantes y su vocabulario variado. Sabíamos que leía a Oscar Wilde y a Raymond Carver porque más de una vez se le habían caído los libros de las manos o el pupitre y se los habíamos alcanzado si pasábamos por allí. Era una tía lista, no había duda, con unas converse rojas y un chico mono con moto que venía a recogerla a la salida. ¿Cómo podía haber dejado que le pasase aquello?
Crecieron los rumores al tiempo que su barriga. Al parecer el padre no podía ser sino el chico aquel que venía en moto. Eran una bonita pareja, así que el niño debería salir también mono. Pero a nosotras quién fuera el padre y cómo fuesen a mezclarse sus genes nos traía sin cuidado. El cómo se había quedado embarazada lo teníamos bastante claro y lo desaprobábamos con toda nuestra alma. Luego sus amigas, que intentaban no hablar demasiado del tema, comenzaron a difundir que ella juraba que jamás lo había hecho sin condón. Que JAMÁS lo había hecho SIN condón. En ese punto de la historia fue cuando empezó a cundir el pánico. De modo que ese niño era fruto de la estadística, de la estadística del error para ser exactos. Un 99% de seguridad ofrecida por el trocito de plástico. Un 99%. Lo que nos deja ese solo, mínimo, ínfimo, improbable 1% de posibilidades de concepción. Pero existía. De modo que existía. Ese uno por ciento no sólo era una leyenda de porcentajes en anticonceptivos. Las posibilidades de embarazo existían y se materializaban. Lo peor de todo, se materializaban.
Dejó de ir a clase cuando ya era más que evidente su estado de preñez. La veías pasear por los pasillos con su barriga y sus carpetas. Al parecer alguien había decidido dejarles un pisito a ella y a su chico para que vivieran juntos y cuidaran al bebé. No era el futuro que habían imaginado pero no pareció desagradarles demasiado. Ella dejó de llorar y él empezó a ir a recogerla en coche en lugar de en moto.
Por nuestra parte, nosotras comenzamos nuestro suplicio particular. Temiendo que ese uno por ciento pudiese atacarnos tal y como había hecho con aquella chica. Esperábamos con temor nuestros días de regla, exasperándonos y poniéndonos de los nervios si no llegaban. Gastamos montones de dinero en test de embarazo que se tornaban del color esperado cada vez que orinábamos sobre ellos. Nuestros chicos nos abrazaban o temblaban a la par que nosotras. Ellos también tenían miedo. Les daba pavor el imaginarse acunando a una personita pequeña entre sus brazos. Cuando en un intento de desentenderse del asunto nos decían cosas tales como “no estoy preparado para ser padre” los odiábamos y les escupíamos a la cara. ¿Es que acaso estábamos preparadas nosotras? No se nos retrasaba la regla por nuestra propia voluntad, joder, no. Nosotras queríamos que nos viniese todos los meses. Puntualmente. Hubiésemos querido tenerla permanentemente si eso hubiese garantizado que no estábamos preñadas.
La sola idea del embarazo nos daba arcadas. A alguna se le ocurrió decir que debía ser como tener renacuajos en el estómago. Renacuajos en el estómago. Algo nadando en tu interior, creciendo y desarrollándose ahí dentro. Algo con brazos y con piernas. Con una boca y una nariz. Un pequeño, algo más pequeño que los que corren por el parque. Y luego él salía de ahí dentro para llorar ahí fuera. Lloraría y nos tiraría la papilla a la cara y, bueno, nosotras no teníamos nada en contra de la reproducción ni de la infancia, algunas incluso querían en un futuro ser madres, pero teníamos veinte años y pensar en un embarazo nos daba poco menos que dolor de cabeza.
La neurosis colectiva no nos hizo renunciar por nada del mundo al sexo. Estábamos dispuestas a sufrir, a enloquecer, a dudar, pero no a dejar de follar. Eso por nada del mundo. Así que seguimos haciéndolo como si tal cosa. Con los corazones un poco más asustados después de que ella volviese a la universidad y su chico fuese a recogerla en un coche con sillita de bebé.
Poco a poco dejamos de pensar en ello. El uno por ciento dejó de existir para nosotras y nos concentramos fijamente en el noventa y nueve por ciento restante. Nos entregamos al sexo joven y sin aditivos, por favor. Cada fin de semana, cada jueves por la noche. Cada día que hubiese hueco o sin haberlo. En cualquier lugar en el que pudiésemos ocultar nuestro cuerpo mínimamente. Teníamos veinte años y confiábamos en los preservativos por encima de todo.
J´ai mal de toi (Piensa en mí) (2008)
Piensa en mí todo el tiempo.
Si quieres, o no te ves capacitado, no es necesario que pienses intensamente en mí en el trabajo. Conduciendo sí, pero no con tanto ardor como para no distinguir el color de los semáforos o no ver a los peatones.
Piensa en mí al llegar a casa. Al abrir la puerta, al poner el primer pie en el rellano. Acuérdate de mis ojos mirándote, de mis pasos delante de los tuyos. Sube las escaleras y repasa mi nombre con cuidado. Acaricia mis vocales, separa mis sílabas.
No me mezcles con la técnica, no me desperdicies con el arte. No pintes retratos con mi rostro no vaya a ser que tu mente se olvide de mí un solo segundo para prestar en su lugar más atención al trazo, al color del lápiz, a ese acorde de esa canción a la que pusiste mi nombre.
Piensa en mí con ahínco, con absoluta dedicación cuando te pongas a ello. Siéntate en la silla, mira a la pared y piensa en mí a tiempo completo. No te despistes ni un segundo, no dejes que tu mente se aparte de mi persona.
No pienses en nada nunca, piensa solo, plenamente en mí.
Piensa en mí todo el tiempo y, cuando me veas, no te olvides de que en verdad me has imaginado.
Si quieres, o no te ves capacitado, no es necesario que pienses intensamente en mí en el trabajo. Conduciendo sí, pero no con tanto ardor como para no distinguir el color de los semáforos o no ver a los peatones.
Piensa en mí al llegar a casa. Al abrir la puerta, al poner el primer pie en el rellano. Acuérdate de mis ojos mirándote, de mis pasos delante de los tuyos. Sube las escaleras y repasa mi nombre con cuidado. Acaricia mis vocales, separa mis sílabas.
No me mezcles con la técnica, no me desperdicies con el arte. No pintes retratos con mi rostro no vaya a ser que tu mente se olvide de mí un solo segundo para prestar en su lugar más atención al trazo, al color del lápiz, a ese acorde de esa canción a la que pusiste mi nombre.
Piensa en mí con ahínco, con absoluta dedicación cuando te pongas a ello. Siéntate en la silla, mira a la pared y piensa en mí a tiempo completo. No te despistes ni un segundo, no dejes que tu mente se aparte de mi persona.
No pienses en nada nunca, piensa solo, plenamente en mí.
Piensa en mí todo el tiempo y, cuando me veas, no te olvides de que en verdad me has imaginado.
La Amante Gramática (2008)
Lo sé: nunca he estado con un hombre que supiese poner las tildes correctamente. Si bien es cierto que nunca por defecto, siempre por exceso: piés, ti, ti, ti. Al menos sabían dónde estaba el acento, que no el uso correcto de la tilde.
La colocación de las tildes me parece más un detalle estético y caprichoso que algo realmente funcional. Sí, podría amár a álguien que escribiése siémpre de éste módo.
El caso al que nos enfrentamos ahora es arto distinto. No se trata ya de asuntos banales como la tilde, sino de pausas vitales tales como puntos y comas. Nunca le pediré a un hombre –ni a nadie- que conozca y maneje el uso del punto y coma. Pero la dicotomía entre coma y punto me parece tan fundamental que estoy segura podría desenamorarme de repente por una oración mal puntuada. Véase, por ejemplo, la siguiente: Estoy haciendo la cama, amor, llámame cuando acabes.
Una maldita conjunción podría haberlo salvado. Mucho más fácil era el punto. Cama punto, amor coma.
Al menos hay una coma después del vocativo.
Quizá eso
te salva.
La colocación de las tildes me parece más un detalle estético y caprichoso que algo realmente funcional. Sí, podría amár a álguien que escribiése siémpre de éste módo.
El caso al que nos enfrentamos ahora es arto distinto. No se trata ya de asuntos banales como la tilde, sino de pausas vitales tales como puntos y comas. Nunca le pediré a un hombre –ni a nadie- que conozca y maneje el uso del punto y coma. Pero la dicotomía entre coma y punto me parece tan fundamental que estoy segura podría desenamorarme de repente por una oración mal puntuada. Véase, por ejemplo, la siguiente: Estoy haciendo la cama, amor, llámame cuando acabes.
Una maldita conjunción podría haberlo salvado. Mucho más fácil era el punto. Cama punto, amor coma.
Al menos hay una coma después del vocativo.
Quizá eso
te salva.
El Chico que se Parecía a Mucha Gente (2008)
Érase una vez un chico que se parecía a mucha gente. El chico que se parecía a mucha gente se parecía, en efecto, a mucha, mucha, mucha gente. Era un chico guapo, sin duda. Un joven apuesto de cabello más o menos revuelto, facciones de ángel y mirada simpática. ¿Atractivo? Sí, el chico que se parecía a mucha gente era lo que se dice bien parecido.
El problema de su belleza radicaba en el gran parecido que todo el mundo le encontraba con alguien. Y es que el chico que se parecía a mucha gente se parecía, quizá, a demasiada gente. Los hombres a los que se parecía eran menos o tan guapos como él. No es que su rostro tuviera nada de vulgar, sólo que estaba hecho de un tipo de belleza del que puede que muchos estén hechos; como si Dios hubiera producido en cadena una centena de muchachos guapos siguiendo patrones parecidos, recayendo la retahíla de los “te pareces a” precisamente sobre él.
El chico que se parecía a mucha gente se parecía a dos cantantes de moda, tres actores hollywodienses, un camarero de Barcelona, al vecino del segundo de Helena, al primo de María y el ex novio de Magda, por señalar aquí tan sólo algunos.
Enamorarse de él era mucho más fácil que de cualquier otra persona. Una vez en tu campo de visión sólo tenías que ajustar su rostro al correspondiente por semejanza que viniera a tu mente, configurar una serie de similitudes dentro del campo psicológico y… voilà! El chico que se parecía a mucha gente se adueñaba de tu mente y de tu corazón sin necesidad de haber hablado siquiera con él. Muchas –y muchos-, así lo hicieron. Le inculcaron los caracteres de su actor favorito, la voz melódica del cantante que les gustaba, las apetencias sexuales de los famosos que aparecían en sus sueños eróticos, etcétera, etcétera. Entrarle no era difícil porque lo familiar de su cara provocaba en seguida confianza. Un par de cervezas, algo de conversación… Nunca la suficiente como para darse cuenta de que el chico que se parecía a mucha gente no era en realidad esa otra gente a la que creían que se parecía.
Muchas de sus relaciones habían comenzado con el “Perdona, pero me recuerdas a…”. Todas acabaron peor que empezaron. No era culpa suya, desde luego que no. Él era él, pese a recordar o parecerse a mucha gente. No era ese cantante, actor o director de cine. No era el vecino de Helena, el camarero de Barcelona ni el ex de Magda. Pero de eso nadie parecía darse cuenta. “Pero es que tú eres así”, le decían a veces. No, él no era así. Ellos querían que fuera así, pero no lo era. Los que eran así eran otros, no él. Él sólo se les parecía físicamente, tan sólo eso.
Al principio de los tiempos, cuando era un adolescente con rasgos en formación, no podía negar el hecho de que le hiciera cierta gracia lo de parecerse a unos cuantos famosos y guapos. Su éxito adolescente con las chicas se basó en buena parte en eso. Supo aprovechar los parecidos, sacarles partido y obtener de ese modo ligues cientos. El actor más cotizado de la pantalla, al que él recordaba a las quinceañeras, de seguro no había tenido tanto éxito entre las féminas como su alterego.
Como era de esperar, acabó por hartarse de recordar siempre a otras personas. Hubiera jurado que “oye, te pareces a…”, o bien “me recuerdas a ….” y el sinónimo “le das un aire a…” habían sido las tres expresiones más oídas de su existencia. Llegados a la mitad de su veintena ya había hecho todo lo posible por acabar con los parecidos. Cambiar de peinado, de estilo de ropa, incluso pretender controlar sus gestos de modo que resultaran lo más inexpresivos posible, fueron algunos de sus intentos frustrados para dejar de ser el chico que se parecía a mucha gente.
No es que el chico que se parecía a mucha gente no quisiera parecerse a nadie, era simplemente ya no podía aguantarlo. Pasaba horas frente al espejo y revistas de moda dedicándose con ahínco a la tarea de no parecerse a nadie. “A nadie, nadie más. Nunca más”, se había dicho. Pese a sus esfuerzos, nada resultó. Aparecieron escritores, bomberos, guitarristas, directores de cine e incluso jóvenes boxeadores que guardaban cierta semejanza con él. Su desesperación crecía, sus parecidos no mermaban. Su mayor agonía fue el llegar a soñar con una habitación llena de gente donde todos tenían su cara y decían repetidamente: “Te pareces a mí, te pareces a mí”.
Una mañana, con la angustia del sueño aún pegada en las legañas y el “te pareces a mí” mezclado con la cera de sus oídos, decidió poner fin a su tortura. El chico que se parecía a mucha gente cogió el tazón de porcelana del desayuno. Lo tiró al suelo. Tomó uno de los pedazos y se dedicó a destrozarse la cara. “¿A quién me pareceré mientras hago esto?”, musitó con una sonrisa mientras la sangre caía por la porcelana. Él mismo fue al hospital, inventó una buena excusa para no alarmar al personal sanitario. La mayoría de los cortes desaparecieron sin dejar marca, pero la cicatriz de la primera herida, la que recorría su perfil derecho de arriba abajo, no desapareció nunca. Era una cicatriz fea, repugnante. Como suelen serlo las cicatrices en la vida real, no como esas que salen en las películas. La cicatriz desconfiguró su belleza y borró similitudes, se llevó las frases que tanto había oído y detestado. Así voló, por fin, la pesadilla.
Vivió feliz y con gusto bastante tiempo, sin preocuparse por no parecerse o dejársele de parecer a nadie porque ya, simplemente, resultaba imposible. Todo fue bien hasta que una noche un tipo borracho lo señaló riendo y soltó: “Tío, con esa cicatriz te pareces a Freddie Krueger.”
El problema de su belleza radicaba en el gran parecido que todo el mundo le encontraba con alguien. Y es que el chico que se parecía a mucha gente se parecía, quizá, a demasiada gente. Los hombres a los que se parecía eran menos o tan guapos como él. No es que su rostro tuviera nada de vulgar, sólo que estaba hecho de un tipo de belleza del que puede que muchos estén hechos; como si Dios hubiera producido en cadena una centena de muchachos guapos siguiendo patrones parecidos, recayendo la retahíla de los “te pareces a” precisamente sobre él.
El chico que se parecía a mucha gente se parecía a dos cantantes de moda, tres actores hollywodienses, un camarero de Barcelona, al vecino del segundo de Helena, al primo de María y el ex novio de Magda, por señalar aquí tan sólo algunos.
Enamorarse de él era mucho más fácil que de cualquier otra persona. Una vez en tu campo de visión sólo tenías que ajustar su rostro al correspondiente por semejanza que viniera a tu mente, configurar una serie de similitudes dentro del campo psicológico y… voilà! El chico que se parecía a mucha gente se adueñaba de tu mente y de tu corazón sin necesidad de haber hablado siquiera con él. Muchas –y muchos-, así lo hicieron. Le inculcaron los caracteres de su actor favorito, la voz melódica del cantante que les gustaba, las apetencias sexuales de los famosos que aparecían en sus sueños eróticos, etcétera, etcétera. Entrarle no era difícil porque lo familiar de su cara provocaba en seguida confianza. Un par de cervezas, algo de conversación… Nunca la suficiente como para darse cuenta de que el chico que se parecía a mucha gente no era en realidad esa otra gente a la que creían que se parecía.
Muchas de sus relaciones habían comenzado con el “Perdona, pero me recuerdas a…”. Todas acabaron peor que empezaron. No era culpa suya, desde luego que no. Él era él, pese a recordar o parecerse a mucha gente. No era ese cantante, actor o director de cine. No era el vecino de Helena, el camarero de Barcelona ni el ex de Magda. Pero de eso nadie parecía darse cuenta. “Pero es que tú eres así”, le decían a veces. No, él no era así. Ellos querían que fuera así, pero no lo era. Los que eran así eran otros, no él. Él sólo se les parecía físicamente, tan sólo eso.
Al principio de los tiempos, cuando era un adolescente con rasgos en formación, no podía negar el hecho de que le hiciera cierta gracia lo de parecerse a unos cuantos famosos y guapos. Su éxito adolescente con las chicas se basó en buena parte en eso. Supo aprovechar los parecidos, sacarles partido y obtener de ese modo ligues cientos. El actor más cotizado de la pantalla, al que él recordaba a las quinceañeras, de seguro no había tenido tanto éxito entre las féminas como su alterego.
Como era de esperar, acabó por hartarse de recordar siempre a otras personas. Hubiera jurado que “oye, te pareces a…”, o bien “me recuerdas a ….” y el sinónimo “le das un aire a…” habían sido las tres expresiones más oídas de su existencia. Llegados a la mitad de su veintena ya había hecho todo lo posible por acabar con los parecidos. Cambiar de peinado, de estilo de ropa, incluso pretender controlar sus gestos de modo que resultaran lo más inexpresivos posible, fueron algunos de sus intentos frustrados para dejar de ser el chico que se parecía a mucha gente.
No es que el chico que se parecía a mucha gente no quisiera parecerse a nadie, era simplemente ya no podía aguantarlo. Pasaba horas frente al espejo y revistas de moda dedicándose con ahínco a la tarea de no parecerse a nadie. “A nadie, nadie más. Nunca más”, se había dicho. Pese a sus esfuerzos, nada resultó. Aparecieron escritores, bomberos, guitarristas, directores de cine e incluso jóvenes boxeadores que guardaban cierta semejanza con él. Su desesperación crecía, sus parecidos no mermaban. Su mayor agonía fue el llegar a soñar con una habitación llena de gente donde todos tenían su cara y decían repetidamente: “Te pareces a mí, te pareces a mí”.
Una mañana, con la angustia del sueño aún pegada en las legañas y el “te pareces a mí” mezclado con la cera de sus oídos, decidió poner fin a su tortura. El chico que se parecía a mucha gente cogió el tazón de porcelana del desayuno. Lo tiró al suelo. Tomó uno de los pedazos y se dedicó a destrozarse la cara. “¿A quién me pareceré mientras hago esto?”, musitó con una sonrisa mientras la sangre caía por la porcelana. Él mismo fue al hospital, inventó una buena excusa para no alarmar al personal sanitario. La mayoría de los cortes desaparecieron sin dejar marca, pero la cicatriz de la primera herida, la que recorría su perfil derecho de arriba abajo, no desapareció nunca. Era una cicatriz fea, repugnante. Como suelen serlo las cicatrices en la vida real, no como esas que salen en las películas. La cicatriz desconfiguró su belleza y borró similitudes, se llevó las frases que tanto había oído y detestado. Así voló, por fin, la pesadilla.
Vivió feliz y con gusto bastante tiempo, sin preocuparse por no parecerse o dejársele de parecer a nadie porque ya, simplemente, resultaba imposible. Todo fue bien hasta que una noche un tipo borracho lo señaló riendo y soltó: “Tío, con esa cicatriz te pareces a Freddie Krueger.”
martes, 18 de septiembre de 2007
-Cosas que hacer tú mismo- (2007)
(cómo empecé a encargarme personalmente de la colada de la ropa de cama)
Por aquella época yo tenía una novia pelirroja, que ella fuera pelirroja era realmente un problema. Tía Natalia podía entender que la chica se tumbara en mi cama para descansar inocentemente cuando la traía a casa, ese hecho explicaba la presencia de los longitudinales cabellos pelirrojos que quedaban sobre mi almohada. Lo que ella no podía o, más bien, no quería tolerar, era la presencia de esos otros, juguetones y rizados, pelitos pelirrojos provenientes de cierta parte de su anatomía que delataban que entre aquellas sábanas había habido algo más de lo que permitían los pensamientos puritanos de mi tía.
Tras las endemoniadas escenas de tía Natalia gritando al encontrar pelitos rizados entre mis sábanas, acabé por decirme a encargarme personalmente de la colada de mi ropa de cama. Al principio sabía controlarlo, cambiaba las sábanas una vez por semana, las metía en la destartalada lavadora durante treinta minutos con un poco de detergente, las tendía y las planchaba. Lo primero que dejé de hacer, visto la inutilidad del asunto, fue lo de la plancha. ¿Qué absurda necesidad siente la gente de planchar las sábanas? Total, no van a durar planchaditas ni una noche, se arrugarán en cuanto te acuestes. Además, de eso de arrugar las sábanas ya nos encargábamos la pelirrojita y yo con premura.
En casa sólo había un par de juegos de sábanas para mi cama. Eso era también un problema, muchas veces, por vagancia o dejadez, tiraba las sábanas sucias en un rincón del patio sin hacer el ánimo de llevar a cabo el sacrificado acto de introducirlas en la lavadora, verter un poco de detergente en el cajoncito, pulsar un mísero botón y poner el programador para que giraran durante media hora. Así que era bastante frecuente que cuando mi pelirrojita pasara a verme las sábanas estuvieran para cambiar y el otro juego arrumbado en el patio, a la espera de que me llegara la iluminación y me decidiese a meterlas en la lavadora. En estas ocasiones optaba por cortar por lo sano: desvestía la cama y arrojaba las sábanas junto a las otras, en lista de espera para el lavado. Era una gloria estar sobre el colchón desnudo junto a ella.
Cuando tomé la decisión de encargarme yo mismo del lavado, tía Natalia cogió la fea costumbre de hacerme la cama mientras yo desayunaba, usando como excusa el que no llegara tarde a donde quiera que fuera a desperdiciar las mañanas. Este supuesto acto de bondad no le servía sino para cerciorarse de si mi novieta y yo seguíamos montándonoslo en su santo hogar. Dados los buenos resultados que me estaba dando el despojar la cama de toda sábana, determiné que lo más cómodo sería proceder del mismo modo cada vez que ella apareciera. Así bastaría con deshacerla cuando la chica llegara y rehacerla cuando se marchase.
Para el contento de tía Natalia, no volvió a haber rastro alguno de pelitos rojos en mis sábanas. Tan alegre estaba al creer que su sobrinito había retornado al buen y casto camino en el que ella decía haberlo educado, que incluso me cocinaba cada dos por tres tortas de hojaldre y me instaba a que invitase a mi chica a tomar el té con ella alguna tarde.
Los problemas llegaron al tiempo que el invierno. El frío helaba la cola de los gatos en la aquella parte del pueblo. las casas no eran demasiado nuevas y la caldera estaba más días estropeada que funcionando. Era imposible no sentir escalofríos al desnudarnos en mi cuarto, el encuentro del cuerpo del otro entre unas gruesas sábanas de franela era un paraíso soñado. Claro, que si dejaba las sábanas puestas corría el riesgo de que los pelitos volvieran a dejar su rastro. Pensé que bastaría con dejar un par de mantas, de modo que quité las sábanas para su posterior reposición.
Ese calor de invierno fue maravilloso durante un par de días, estoy seguro de que abríamos muerto abrasados de haber funcionado la calefacción. Para nuestra desdicha, los nuestros encuentros invernales se complicaron tras la noche de reyes. Tía Natalia, tan pródiga ella en regalos y excesos en las fiestas navideñas, se propuso superar el regalo del año pasado, ¿cómo ofrendarme con algo mejor que los ultra-maravillosos calcetines de lana rasposa colorados del año anterior? Yo también pensaba que un regalo así era insuperable, pero no, podía superarse y con creces. Ese año mi tiíta estaba dispuesta a tirar la casa por la ventana: una magnífica manta de lana rasposa colorada a juego con los malditos calcetines. Gracias tía, tú sí que sabes qué es lo que les gusta a los chicos.
Por muy capullo que la gente crea que soy, no me gusta en absoluto andar hiriendo a la gente que se preocupa por mí, y si mi tía me regala unos jodidos calcetines espantosos, sonrío; y si al año que siguiente se le ocurre la genialidad de que mi regalo sea una asquerosa manta, pues también sonrío y digo “gracias tita”, para que vea que la aprecio, pese a que por dentro esté cagándome en el primer hombre o mujer al que se le ocurrió fabricar prendas textiles con pelos de oveja. De modo que sonreí a mi tía, le di las gracias por tan estupendo regalo y la ayudé a llevar al contenedor las andrajosas mantas de mi cama.
Al día siguiente, aprovechando la salida de tía Natalia a casa de no se qué parientes, mi pelirrojita y yo nos dedicamos al estreno, uso y disfrute, de mi regalo de reyes. A ella, de familia un poco más normal y completa que la mía, le habían regalado una camisola con puntillas que estrenó ese mismo día. La encontré tan condenadamente bonita que no tuve más remedio que quitarle la camisola y acabar como ya se preveía: arrancando las sábanas y enredándonos entre la manta de mi tía. Con tanto traqueteo la espalda de ella no hacía más que rozarse con la maldita manta. La cosa fue bien durante los primeros minutos, pero luego su espalda comenzó a irritarse por culpa del roce con la lana, provocándole una urticaria que le dejó la piel más colorada que la manta misma.
Su espalda acabó tan mal parada que incluso tuve que ir a buscar la crema de flores de mi tía para paliar el escozor y que pudiera volver a ponerse la camisola. Tras esto estuve un par de días sin verla, incluso creí haberla perdido por culpa de la maldita manta. Fui a verla a su casa y me enteré de que estaba guardando reposo tumbada boca abajo para que se le curara la horrible irritación. Al parecer, su epidermis era hipersensible al contacto de ciertos tejidos, irritándose descomunalmente con sólo tocarlos y cuya fricción durante tiempo prolongado podía producirle incluso quemaduras en la piel.
No recuerdo qué bola me contó que le había echado a sus padres para ocultar la verdadera causa de su irritación epidérmica. Ellos eran de esas personas sonrientes que pondrían la mano en el fuego por cualquiera de sus hijos, les compraban bonitos regalos de navidad y los abrazaban mucho. Tenían aquella casa estupenda llena de cojines y de cuadros, el lugar ideal para hacer el amor entre sábanas de algodón sin tener que quitarlas. La pega era que la casa también estaba llena de gente todo el tiempo: hermanitos, abuela, abuelito, gata, gatito… con lo cual los escarceos amorosos quedaban restringidos a mi dulce y patético hogar, sin sábanas pero con mantas asesinas.
Continué visitándola los días siguientes para llevarle flores. A ella le gustaron tanto mis románticas y castas visitas que, en cuanto estuvo recuperada, fue a visitarme con su camisola nueva aprovechando otra ausencia de mi tía. Al verme hacer amago de ir a quitar las sábanas me detuvo.
-¿Qué haces?, ¿no recuerdas cómo acabó mi espalda?
-Tranquila, Quitaré la manta también.
-¿Estás loco? ¡Nos moriríamos de frío!
-¡Já! ¿Qué se le ocurre a la señorita que haga?
-Deja las sábanas, ¿por qué esa estúpida manía de quitar siempre las sábanas?
Nos han jodido, ¿cómo le explicas a una tía que no quieres que tu tía vuelva a darte el coñazo con la moralidad y el matrimonio?
-Oye, oye, no voy a dejar las sábanas.
-¿Por qué?, ¿acaso están sucias?
-Es que no me mola hacerlo con sábanas.
-Pues tú dirás, porque yo sin sábanas no me meto ahí. ¿O es que te importan más tus extrañas manías sexuales que mi espalda?-Ya estaba, armas de fogueo, cuando ven que te tienen acorralado comienzan a afilarse las uñas con el filo de tus propios dientes.
-Está bien, métete con sábanas. Me las apañaré cómo pueda.
-Vengo limpita, ¿sabes? No hace falta que las fumigues después de esto.-Mierda, ¿no podía hacer el favor de desnudarse y callarse de una vez?
-Nena…
-¿Sabes lo que te digo? Que me largo a mi casa, allí al menos puedo meterme en mi cama con sábanas.- Claro, con sábanas, pero sola, ¿o es que no notaba la diferencia? -Nena, nena, no saquemos esto de madre, ¿vale?
Un beso en el cuello. Una mano sobre los botones de la camisola. Bingo.
A la mañana siguiente Tía Natalia, continuando con su tradición para sobrinos malcriados, se dispuso a hacerme la cama. Sabía que la tarde antes había estado con ella allí porque nos la habíamos encontrado por el camino cuando acompañaba a la chica de vuelta a casa.
-Tita, no hagas la cama. En cuanto acabe la haré yo.
-Pero si ya sabes que a mí no me cuesta nada.
-En serio, dedícate a otras cosas, que ya soy mayorcito para que me andes haciendo la cama.- Solté mientras pensaba “Seguro, tú lo que quieres es cotillear a ver de qué color son los pelitos enganchados a la tela!”
-Pero si eres mi sobrino favorito.
-Y el único.
-Pero si tuviera más también lo serías.
-Tita…
-Deja de dar la lata y acaba de desayunar. Yo me encargo de tu cama.
Punto en boca. No intentes llevarle la contraria, sólo quedaba rezar para que no encontrar nada que echarme en cara.
-¡Pero, pero…
Caput, castrado.
-¿Pero qué, tita?- La mitad de sus frases malditas empezaban con pero.
-Pero ya te dije qué… ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Has vuelto a… a…!- Tartamudea exquisitamente bien, todo hay que decirlo.
-¿A qué, tita?
-A esa cosa horrible con esa chica.
-No es tan horrible… Ya somos mayorcitos…
-¡Sí que lo es! Y mientras vivas en esta casa no quiero ver ni un solo pelo que no te pertenezca entre las sábanas, ¿entendiste? ¡Ni uno solo!
-Sí, tita.
-Ahora acaba el desayuno y me pones esos pantalones en el cesto para remendar que da pena verte con esas fachas.
-Enseguida, tita.
Me impuse un par de semanas de castidad para recuperar la confianza de mi señora tía. A la pelirroja le dije que sentía algo extraño en el estómago que me provocaba náuseas constantes. Fue algo realmente insufrible, la chica estaba tan agradecida por haberla ido a ver durante su reposo que sintió la obligación de hacer lo mismo. Cada santa tarde se plantaba en mi casa, estuviera o no estuviera mi tía. Si estaba no había ningún problema, uno refrena perfectamente cualquier instinto sexual con la cercanía de los parientes. Lo malo era cuando no estaba y mi pelirrojita comenzaba a besuquearme inocentemente en las mejillas para que me repusiera pronto.
Tras dos exitosas semanas de tristes pajas en el cuarto de baño, le dije a mi tía que la veía muy liada con todos sus asuntos, y encima tener que ocuparse de mí y de la casa… Al fin y al cabo yo no hacía gran cosa durante el día, vagaba de un sitio a otro haciendo trabajillos, así que… ¿podría ayudarla en las tareas del hogar? Al principio se opuso, cómo no, pero pronto cedió al darse cuenta de que mi proposición no se limitaba a ocuparme de la colada de MIS sábanas en particular, sino que incluía la colada de la ropa de cama de toda la casa y la limpieza de los cuartos de baño. Con propósitos así se convence a cualquiera.
Como viene siendo habitual en mi vida, al principio todo iba más o menos bien. Ponía la lavadora con las sábanas sucias una vez por semana y limpiaba los baños a días alternos. Al duro episodio semanal de poner las sábanas en la lavadora, verter el detergente en el cajoncito, pulsar un botón y poner en marcha el programador para que el lavado durara media hora justa, se añadía ahora la infernal obligación de cargar con el limpia cristales, la lejía, los paños y el estropajo, empapar un paño con limpia cristales, pasarlo por el espejo con cuidado, sin que queden restregones, fregar con lejía los lavabos, sin salpicar, aclarando bien que no queden olores, y, por último, lo más desagradable de todo, empapar el estropajo de lejía y frotar, pero frotar bien, con ahínco, la taza del váter. Nótese que en la casa teníamos dos cuartos de baño, uno que utilizaba mi tía y otro para mí, con lo cual estas encantadoras actividades quedaban multiplicadas por dos.
Durante un par de semanas luché por esta causa que creía tan justa. Limpié con tesón e incluso planché las sábanas antes de ponerlas, hasta llegué a perfumar los lavabos con aroma de espliego en un par de ocasiones. Luego me cansé, al igual que me había pasado con tantas otras cosas antes, como con los estudios, los trabajos, los programas de televisión, las canciones de moda o los pantalones ajustados. Me harté de frotar, del olor a lejía, de pasar la condenada plancha por cada arruguita, de echar chorretes de limpia-cristales en los espejos y hasta de girar la rula del programador para que el lavado durara treinta minutos exactos.
Como he dicho, mi causa era justa. ¿Quién no lucharía por no tener que oír protestar nunca, nunca más en materia de pelos a alguien como mi tía? De modo que sabía que no podía abandonar del todo las actividades de las que había prometido hacerme cargo. Mi plan era el siguiente: limpiaría el cuarto de baño de mi tía y limpiaría sus sábanas puntualmente, mientras que mis sábanas y mi lavabo quedarían subordinadas a mi apetencia.
Por desgracia, no soy una persona a la que suela apetecerle con frecuencia dedicarse a las labores del hogar, lo que unido a mi gran capacidad para la vagancia hizo que mis sábanas y mi lavabo se convirtieran en criaderos de roña antes de que pudiera darme cuenta. Para eso de la mugre la pelirrojita sí que tenía ojo, y comenzó a soltar sus comentarios mordaces con premura. “¿Puedo usar tu lavabo?” “Claro, te espero.” Típico en ella antes de perdernos en mi cama. “Tío, qué asco. ¿Cuánto hace que no friegas esto?” “¿Qué no friego el qué?” “El váter, está que da pena…” “Vamos, no es para tanto…” “Sí, sí que lo es. Es una auténtica porquería.” Por su cara tono se notaba que no le hacía ni pizca de gracia que hubiera algunas manchitas resecas en la porcelana blanca. “Venga, acaba de una vez y ven.”
Cuando regresó llevaba tal cara nauseabunda que no me extrañó que me dijera: “Oye, dejémoslo. Me ha quitado las ganas tu asqueroso lavabo. Mañana, ¿de acuerdo? Y límpialo, no seas cerdo.” A partir de aquél día la obligué a utilizar el impoluto aseo de Tía Natalia.
“Sniff, sniff..” La pelirrojita olfateaba entre mis sábanas. “¿Qué es eso que huele tan mal?” Ya empezaba, ¿por qué no hacía el favor de concentrarse y dejaba los olores para cuando hubiésemos terminado? “¿El qué? Yo no huelo nada.” Hice un intento de reanudar la pasión. “¡Ag! Es repugnante. Como si tuvieras ratas muertas debajo de la cama”. “No tengo ratas muertas debajo de la cama”. “Mejor dejémoslo por hoy, este maldito olor no me deja seguir.”Inconsciente de mí, juro que tenía intención de ponerme a limpiar, sobre todo después de la escenita última de la cama, una cosa así hay que hacer lo que sea para salvarla, pero… quitar las sábanas, meterlas en la lavadora, poner detergente en el cajoncito, poner en marcha el programador, esperar treinta minutos, tenderlas, recogerlas, plancharlas, volver a hacer la cama… hay cosas para las que uno no ha nacido.
La siguiente vez no le fue necesario ni olfatear, fue entrar en las sábanas y encontrarse un... ¿¡un pelo?! “¿Qué es esto?” Soltó escandalizada. “Un pelo”. “Ya sé que es un pelo, pero ¿de quién?” “Mío, evidentemente. No es rojizo, así que es mío.” “Podías tomarte la molestia de cambiar las sábanas.” “Ya.” “¿No cambias las sábanas nunca? Esto huele a rancio.” “Qué va a oler a rancio.” “Huele a rancio. Y ahí manchas por todas partes.” “¿Voy a tener yo la culpa de todas las manchas de este mundo?” “De estas te aseguro que sí”. Silencio. A veces callarse funciona. Debía tener bastantes ganas, porque ignora toda la porquería y seguimos a lo nuestro. Sin embargo, creo escuchar un “guarro” bajito mientras se viste.
“Sniff, sniff…” Olfateando de nuevo. Me abalanzo sobre su boca antes de que pueda abrirla. Se separa de mí. “¿A qué demonios huele esto?” “A ti.” Mierda, mierda, ¡MIERDA! Maldito intento de romanticismo. La bofetada es instantánea.
Por supuesto que no volví a ver a la pelirrojita después de esto. Tampoco me quedaron ganas, me había dejado la cara bien señalada. Además, ya estaba harto de sus escenitas con los olores y de tener que repetir el ritual de lavar las sábanas de mi tía y su lavabo sólo para guardar las apariencias. Tampoco era una gran chica, guapa, sí, con pelitos rojos la mar de simpáticos, aunque demasiado fastidiosos a la hora de la verdad.
Cuando me dejó hice un poco el paripé y le hice saber a mi tía que me había dejado. No recuerdo qué bola le eché sobre el porqué de la separación, como veis no tengo buena mano recordando mentiras. Me encerré un par de días de ficticia depresión en mi habitación y mi buena tía se apiadó de mí. Durante esos dos días ella volvió a ocuparse de la limpieza de los lavabos y la colada de sábanas. Una vez logré superar mi gran, gran trauma, ella siguió haciéndose cargo de todas las labores de la casa. Incluso volví a dejar que me hiciese la cama. Podía volver a disfrutar de mi actividad favorita: no hacer nada.
Después de tantas comeduras de coco con las sábanas y tan duro sacrificio en mis relaciones con la limpieza y las mujeres aprendí algo: la próxima, morena.
Por aquella época yo tenía una novia pelirroja, que ella fuera pelirroja era realmente un problema. Tía Natalia podía entender que la chica se tumbara en mi cama para descansar inocentemente cuando la traía a casa, ese hecho explicaba la presencia de los longitudinales cabellos pelirrojos que quedaban sobre mi almohada. Lo que ella no podía o, más bien, no quería tolerar, era la presencia de esos otros, juguetones y rizados, pelitos pelirrojos provenientes de cierta parte de su anatomía que delataban que entre aquellas sábanas había habido algo más de lo que permitían los pensamientos puritanos de mi tía.
Tras las endemoniadas escenas de tía Natalia gritando al encontrar pelitos rizados entre mis sábanas, acabé por decirme a encargarme personalmente de la colada de mi ropa de cama. Al principio sabía controlarlo, cambiaba las sábanas una vez por semana, las metía en la destartalada lavadora durante treinta minutos con un poco de detergente, las tendía y las planchaba. Lo primero que dejé de hacer, visto la inutilidad del asunto, fue lo de la plancha. ¿Qué absurda necesidad siente la gente de planchar las sábanas? Total, no van a durar planchaditas ni una noche, se arrugarán en cuanto te acuestes. Además, de eso de arrugar las sábanas ya nos encargábamos la pelirrojita y yo con premura.
En casa sólo había un par de juegos de sábanas para mi cama. Eso era también un problema, muchas veces, por vagancia o dejadez, tiraba las sábanas sucias en un rincón del patio sin hacer el ánimo de llevar a cabo el sacrificado acto de introducirlas en la lavadora, verter un poco de detergente en el cajoncito, pulsar un mísero botón y poner el programador para que giraran durante media hora. Así que era bastante frecuente que cuando mi pelirrojita pasara a verme las sábanas estuvieran para cambiar y el otro juego arrumbado en el patio, a la espera de que me llegara la iluminación y me decidiese a meterlas en la lavadora. En estas ocasiones optaba por cortar por lo sano: desvestía la cama y arrojaba las sábanas junto a las otras, en lista de espera para el lavado. Era una gloria estar sobre el colchón desnudo junto a ella.
Cuando tomé la decisión de encargarme yo mismo del lavado, tía Natalia cogió la fea costumbre de hacerme la cama mientras yo desayunaba, usando como excusa el que no llegara tarde a donde quiera que fuera a desperdiciar las mañanas. Este supuesto acto de bondad no le servía sino para cerciorarse de si mi novieta y yo seguíamos montándonoslo en su santo hogar. Dados los buenos resultados que me estaba dando el despojar la cama de toda sábana, determiné que lo más cómodo sería proceder del mismo modo cada vez que ella apareciera. Así bastaría con deshacerla cuando la chica llegara y rehacerla cuando se marchase.
Para el contento de tía Natalia, no volvió a haber rastro alguno de pelitos rojos en mis sábanas. Tan alegre estaba al creer que su sobrinito había retornado al buen y casto camino en el que ella decía haberlo educado, que incluso me cocinaba cada dos por tres tortas de hojaldre y me instaba a que invitase a mi chica a tomar el té con ella alguna tarde.
Los problemas llegaron al tiempo que el invierno. El frío helaba la cola de los gatos en la aquella parte del pueblo. las casas no eran demasiado nuevas y la caldera estaba más días estropeada que funcionando. Era imposible no sentir escalofríos al desnudarnos en mi cuarto, el encuentro del cuerpo del otro entre unas gruesas sábanas de franela era un paraíso soñado. Claro, que si dejaba las sábanas puestas corría el riesgo de que los pelitos volvieran a dejar su rastro. Pensé que bastaría con dejar un par de mantas, de modo que quité las sábanas para su posterior reposición.
Ese calor de invierno fue maravilloso durante un par de días, estoy seguro de que abríamos muerto abrasados de haber funcionado la calefacción. Para nuestra desdicha, los nuestros encuentros invernales se complicaron tras la noche de reyes. Tía Natalia, tan pródiga ella en regalos y excesos en las fiestas navideñas, se propuso superar el regalo del año pasado, ¿cómo ofrendarme con algo mejor que los ultra-maravillosos calcetines de lana rasposa colorados del año anterior? Yo también pensaba que un regalo así era insuperable, pero no, podía superarse y con creces. Ese año mi tiíta estaba dispuesta a tirar la casa por la ventana: una magnífica manta de lana rasposa colorada a juego con los malditos calcetines. Gracias tía, tú sí que sabes qué es lo que les gusta a los chicos.
Por muy capullo que la gente crea que soy, no me gusta en absoluto andar hiriendo a la gente que se preocupa por mí, y si mi tía me regala unos jodidos calcetines espantosos, sonrío; y si al año que siguiente se le ocurre la genialidad de que mi regalo sea una asquerosa manta, pues también sonrío y digo “gracias tita”, para que vea que la aprecio, pese a que por dentro esté cagándome en el primer hombre o mujer al que se le ocurrió fabricar prendas textiles con pelos de oveja. De modo que sonreí a mi tía, le di las gracias por tan estupendo regalo y la ayudé a llevar al contenedor las andrajosas mantas de mi cama.
Al día siguiente, aprovechando la salida de tía Natalia a casa de no se qué parientes, mi pelirrojita y yo nos dedicamos al estreno, uso y disfrute, de mi regalo de reyes. A ella, de familia un poco más normal y completa que la mía, le habían regalado una camisola con puntillas que estrenó ese mismo día. La encontré tan condenadamente bonita que no tuve más remedio que quitarle la camisola y acabar como ya se preveía: arrancando las sábanas y enredándonos entre la manta de mi tía. Con tanto traqueteo la espalda de ella no hacía más que rozarse con la maldita manta. La cosa fue bien durante los primeros minutos, pero luego su espalda comenzó a irritarse por culpa del roce con la lana, provocándole una urticaria que le dejó la piel más colorada que la manta misma.
Su espalda acabó tan mal parada que incluso tuve que ir a buscar la crema de flores de mi tía para paliar el escozor y que pudiera volver a ponerse la camisola. Tras esto estuve un par de días sin verla, incluso creí haberla perdido por culpa de la maldita manta. Fui a verla a su casa y me enteré de que estaba guardando reposo tumbada boca abajo para que se le curara la horrible irritación. Al parecer, su epidermis era hipersensible al contacto de ciertos tejidos, irritándose descomunalmente con sólo tocarlos y cuya fricción durante tiempo prolongado podía producirle incluso quemaduras en la piel.
No recuerdo qué bola me contó que le había echado a sus padres para ocultar la verdadera causa de su irritación epidérmica. Ellos eran de esas personas sonrientes que pondrían la mano en el fuego por cualquiera de sus hijos, les compraban bonitos regalos de navidad y los abrazaban mucho. Tenían aquella casa estupenda llena de cojines y de cuadros, el lugar ideal para hacer el amor entre sábanas de algodón sin tener que quitarlas. La pega era que la casa también estaba llena de gente todo el tiempo: hermanitos, abuela, abuelito, gata, gatito… con lo cual los escarceos amorosos quedaban restringidos a mi dulce y patético hogar, sin sábanas pero con mantas asesinas.
Continué visitándola los días siguientes para llevarle flores. A ella le gustaron tanto mis románticas y castas visitas que, en cuanto estuvo recuperada, fue a visitarme con su camisola nueva aprovechando otra ausencia de mi tía. Al verme hacer amago de ir a quitar las sábanas me detuvo.
-¿Qué haces?, ¿no recuerdas cómo acabó mi espalda?
-Tranquila, Quitaré la manta también.
-¿Estás loco? ¡Nos moriríamos de frío!
-¡Já! ¿Qué se le ocurre a la señorita que haga?
-Deja las sábanas, ¿por qué esa estúpida manía de quitar siempre las sábanas?
Nos han jodido, ¿cómo le explicas a una tía que no quieres que tu tía vuelva a darte el coñazo con la moralidad y el matrimonio?
-Oye, oye, no voy a dejar las sábanas.
-¿Por qué?, ¿acaso están sucias?
-Es que no me mola hacerlo con sábanas.
-Pues tú dirás, porque yo sin sábanas no me meto ahí. ¿O es que te importan más tus extrañas manías sexuales que mi espalda?-Ya estaba, armas de fogueo, cuando ven que te tienen acorralado comienzan a afilarse las uñas con el filo de tus propios dientes.
-Está bien, métete con sábanas. Me las apañaré cómo pueda.
-Vengo limpita, ¿sabes? No hace falta que las fumigues después de esto.-Mierda, ¿no podía hacer el favor de desnudarse y callarse de una vez?
-Nena…
-¿Sabes lo que te digo? Que me largo a mi casa, allí al menos puedo meterme en mi cama con sábanas.- Claro, con sábanas, pero sola, ¿o es que no notaba la diferencia? -Nena, nena, no saquemos esto de madre, ¿vale?
Un beso en el cuello. Una mano sobre los botones de la camisola. Bingo.
A la mañana siguiente Tía Natalia, continuando con su tradición para sobrinos malcriados, se dispuso a hacerme la cama. Sabía que la tarde antes había estado con ella allí porque nos la habíamos encontrado por el camino cuando acompañaba a la chica de vuelta a casa.
-Tita, no hagas la cama. En cuanto acabe la haré yo.
-Pero si ya sabes que a mí no me cuesta nada.
-En serio, dedícate a otras cosas, que ya soy mayorcito para que me andes haciendo la cama.- Solté mientras pensaba “Seguro, tú lo que quieres es cotillear a ver de qué color son los pelitos enganchados a la tela!”
-Pero si eres mi sobrino favorito.
-Y el único.
-Pero si tuviera más también lo serías.
-Tita…
-Deja de dar la lata y acaba de desayunar. Yo me encargo de tu cama.
Punto en boca. No intentes llevarle la contraria, sólo quedaba rezar para que no encontrar nada que echarme en cara.
-¡Pero, pero…
Caput, castrado.
-¿Pero qué, tita?- La mitad de sus frases malditas empezaban con pero.
-Pero ya te dije qué… ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Has vuelto a… a…!- Tartamudea exquisitamente bien, todo hay que decirlo.
-¿A qué, tita?
-A esa cosa horrible con esa chica.
-No es tan horrible… Ya somos mayorcitos…
-¡Sí que lo es! Y mientras vivas en esta casa no quiero ver ni un solo pelo que no te pertenezca entre las sábanas, ¿entendiste? ¡Ni uno solo!
-Sí, tita.
-Ahora acaba el desayuno y me pones esos pantalones en el cesto para remendar que da pena verte con esas fachas.
-Enseguida, tita.
Me impuse un par de semanas de castidad para recuperar la confianza de mi señora tía. A la pelirroja le dije que sentía algo extraño en el estómago que me provocaba náuseas constantes. Fue algo realmente insufrible, la chica estaba tan agradecida por haberla ido a ver durante su reposo que sintió la obligación de hacer lo mismo. Cada santa tarde se plantaba en mi casa, estuviera o no estuviera mi tía. Si estaba no había ningún problema, uno refrena perfectamente cualquier instinto sexual con la cercanía de los parientes. Lo malo era cuando no estaba y mi pelirrojita comenzaba a besuquearme inocentemente en las mejillas para que me repusiera pronto.
Tras dos exitosas semanas de tristes pajas en el cuarto de baño, le dije a mi tía que la veía muy liada con todos sus asuntos, y encima tener que ocuparse de mí y de la casa… Al fin y al cabo yo no hacía gran cosa durante el día, vagaba de un sitio a otro haciendo trabajillos, así que… ¿podría ayudarla en las tareas del hogar? Al principio se opuso, cómo no, pero pronto cedió al darse cuenta de que mi proposición no se limitaba a ocuparme de la colada de MIS sábanas en particular, sino que incluía la colada de la ropa de cama de toda la casa y la limpieza de los cuartos de baño. Con propósitos así se convence a cualquiera.
Como viene siendo habitual en mi vida, al principio todo iba más o menos bien. Ponía la lavadora con las sábanas sucias una vez por semana y limpiaba los baños a días alternos. Al duro episodio semanal de poner las sábanas en la lavadora, verter el detergente en el cajoncito, pulsar un botón y poner en marcha el programador para que el lavado durara media hora justa, se añadía ahora la infernal obligación de cargar con el limpia cristales, la lejía, los paños y el estropajo, empapar un paño con limpia cristales, pasarlo por el espejo con cuidado, sin que queden restregones, fregar con lejía los lavabos, sin salpicar, aclarando bien que no queden olores, y, por último, lo más desagradable de todo, empapar el estropajo de lejía y frotar, pero frotar bien, con ahínco, la taza del váter. Nótese que en la casa teníamos dos cuartos de baño, uno que utilizaba mi tía y otro para mí, con lo cual estas encantadoras actividades quedaban multiplicadas por dos.
Durante un par de semanas luché por esta causa que creía tan justa. Limpié con tesón e incluso planché las sábanas antes de ponerlas, hasta llegué a perfumar los lavabos con aroma de espliego en un par de ocasiones. Luego me cansé, al igual que me había pasado con tantas otras cosas antes, como con los estudios, los trabajos, los programas de televisión, las canciones de moda o los pantalones ajustados. Me harté de frotar, del olor a lejía, de pasar la condenada plancha por cada arruguita, de echar chorretes de limpia-cristales en los espejos y hasta de girar la rula del programador para que el lavado durara treinta minutos exactos.
Como he dicho, mi causa era justa. ¿Quién no lucharía por no tener que oír protestar nunca, nunca más en materia de pelos a alguien como mi tía? De modo que sabía que no podía abandonar del todo las actividades de las que había prometido hacerme cargo. Mi plan era el siguiente: limpiaría el cuarto de baño de mi tía y limpiaría sus sábanas puntualmente, mientras que mis sábanas y mi lavabo quedarían subordinadas a mi apetencia.
Por desgracia, no soy una persona a la que suela apetecerle con frecuencia dedicarse a las labores del hogar, lo que unido a mi gran capacidad para la vagancia hizo que mis sábanas y mi lavabo se convirtieran en criaderos de roña antes de que pudiera darme cuenta. Para eso de la mugre la pelirrojita sí que tenía ojo, y comenzó a soltar sus comentarios mordaces con premura. “¿Puedo usar tu lavabo?” “Claro, te espero.” Típico en ella antes de perdernos en mi cama. “Tío, qué asco. ¿Cuánto hace que no friegas esto?” “¿Qué no friego el qué?” “El váter, está que da pena…” “Vamos, no es para tanto…” “Sí, sí que lo es. Es una auténtica porquería.” Por su cara tono se notaba que no le hacía ni pizca de gracia que hubiera algunas manchitas resecas en la porcelana blanca. “Venga, acaba de una vez y ven.”
Cuando regresó llevaba tal cara nauseabunda que no me extrañó que me dijera: “Oye, dejémoslo. Me ha quitado las ganas tu asqueroso lavabo. Mañana, ¿de acuerdo? Y límpialo, no seas cerdo.” A partir de aquél día la obligué a utilizar el impoluto aseo de Tía Natalia.
“Sniff, sniff..” La pelirrojita olfateaba entre mis sábanas. “¿Qué es eso que huele tan mal?” Ya empezaba, ¿por qué no hacía el favor de concentrarse y dejaba los olores para cuando hubiésemos terminado? “¿El qué? Yo no huelo nada.” Hice un intento de reanudar la pasión. “¡Ag! Es repugnante. Como si tuvieras ratas muertas debajo de la cama”. “No tengo ratas muertas debajo de la cama”. “Mejor dejémoslo por hoy, este maldito olor no me deja seguir.”Inconsciente de mí, juro que tenía intención de ponerme a limpiar, sobre todo después de la escenita última de la cama, una cosa así hay que hacer lo que sea para salvarla, pero… quitar las sábanas, meterlas en la lavadora, poner detergente en el cajoncito, poner en marcha el programador, esperar treinta minutos, tenderlas, recogerlas, plancharlas, volver a hacer la cama… hay cosas para las que uno no ha nacido.
La siguiente vez no le fue necesario ni olfatear, fue entrar en las sábanas y encontrarse un... ¿¡un pelo?! “¿Qué es esto?” Soltó escandalizada. “Un pelo”. “Ya sé que es un pelo, pero ¿de quién?” “Mío, evidentemente. No es rojizo, así que es mío.” “Podías tomarte la molestia de cambiar las sábanas.” “Ya.” “¿No cambias las sábanas nunca? Esto huele a rancio.” “Qué va a oler a rancio.” “Huele a rancio. Y ahí manchas por todas partes.” “¿Voy a tener yo la culpa de todas las manchas de este mundo?” “De estas te aseguro que sí”. Silencio. A veces callarse funciona. Debía tener bastantes ganas, porque ignora toda la porquería y seguimos a lo nuestro. Sin embargo, creo escuchar un “guarro” bajito mientras se viste.
“Sniff, sniff…” Olfateando de nuevo. Me abalanzo sobre su boca antes de que pueda abrirla. Se separa de mí. “¿A qué demonios huele esto?” “A ti.” Mierda, mierda, ¡MIERDA! Maldito intento de romanticismo. La bofetada es instantánea.
Por supuesto que no volví a ver a la pelirrojita después de esto. Tampoco me quedaron ganas, me había dejado la cara bien señalada. Además, ya estaba harto de sus escenitas con los olores y de tener que repetir el ritual de lavar las sábanas de mi tía y su lavabo sólo para guardar las apariencias. Tampoco era una gran chica, guapa, sí, con pelitos rojos la mar de simpáticos, aunque demasiado fastidiosos a la hora de la verdad.
Cuando me dejó hice un poco el paripé y le hice saber a mi tía que me había dejado. No recuerdo qué bola le eché sobre el porqué de la separación, como veis no tengo buena mano recordando mentiras. Me encerré un par de días de ficticia depresión en mi habitación y mi buena tía se apiadó de mí. Durante esos dos días ella volvió a ocuparse de la limpieza de los lavabos y la colada de sábanas. Una vez logré superar mi gran, gran trauma, ella siguió haciéndose cargo de todas las labores de la casa. Incluso volví a dejar que me hiciese la cama. Podía volver a disfrutar de mi actividad favorita: no hacer nada.
Después de tantas comeduras de coco con las sábanas y tan duro sacrificio en mis relaciones con la limpieza y las mujeres aprendí algo: la próxima, morena.
-Último Pequeño Cuento Químico- (2007)
Las niñas de ciencias recogen sus cosas: escuadra, cartabón, calculadora científica; probetas, pipetas y demás instrumental robado del laboratorio, tablas periódicas, manuales de cuántica y dins-A3 para planos y maquetas. El esqueleto humano se guarda definitivamente en el armario, los nombres de los músculos y la tectónica de placas caen en el olvido.
Al rellenar la matrícula del año próximo se preguntan extrañadas: ¿dónde está la física?, ¿y las matemáticas? ¿Dónde quedan Wolframio, Molibdeno y los demás elementos? ¿Ya no más reacciones de ácidos y bases? ¿Qué fue de la cuántica? ¿Por qué no encaja la geometría? Sin ellas quererlo desaparecen los limites, las derivadas, las integrales, y todas las demás cosas con nombre de alimento que puede encontrarse en cualquier supermercado que existen en las matemáticas. Se desvanecen las cuentas y las noches soñando con problemas de álgebra. Adiós a las gráficas, a las reacciones, a los procesos inversos, a las cosas que caen, a las que se atraen, a las que se olvidan, a los principios del universo, a los finales del universo, al universo mismo.
Las nuevas asignaturas tienen nombre tales como “lingüística”, “morfosintáxis”, “lexicografía” o “lexicografía”. Al principio sus lengüetitas se hacen un lío al pronunciar tales palabras: “lingüís..” y se paran, pensando en qué lío se han metido. No obstante, tienen esperanzas: sus lenguas son versátiles y musculosas, no tardarán en adaptarse a los nuevos términos. “Nada más difícil que Ununquadium y Ununnilium”, piensan.
Pronto lo consiguen totalmente. Se adaptan en sueños a la idea mucho antes de empezar las clases. Sus nuevos compañeros no piensan en gráficas sino en palabras, decir ahora cualquier cosa en cualquier lengua tiene más sentido que saber formular el cloruro potásico. Allí se sueña con viajes, con llenar los oídos de sonidos no maternos y las maletas de abrigos. Allí no se preguntará el por qué constantemente ni habrá una regla fijada para hacer las cosas. La objetividad muere, ¿por fin? La frustración matemática acaba, la tensión de la física y el asco de la química se desvanecen. Todos cantan canciones con pronunciaciones perfectas.
Los utensilios de análisis quedarán pronto olvidados, relegados a un rincón lleno de polvo. Las pruebas en laboratorios esterilizados se cambarán por la asepsia de la calle, donde explorarán bocas con los dedos cruzados creyendo no infectarse. Olvidadas y alejadas de toda ciencia demostrable crearán sus propias gráficas y estadísticas con saltos y límites imposibles. Harán saltar sus electrones a regiones no cuantizadas cada noche. Sonreirán creyéndose transformadas, en cierto modo purificadas al haber cambiado la dictadura de las químicas y las físicas por la anarquía de los recitales de poesía.
No obstante…
Las niñas se miran las manos, lo que sospechaban: aún son verde uranio.
(Sciences Girls For Ever)
Al rellenar la matrícula del año próximo se preguntan extrañadas: ¿dónde está la física?, ¿y las matemáticas? ¿Dónde quedan Wolframio, Molibdeno y los demás elementos? ¿Ya no más reacciones de ácidos y bases? ¿Qué fue de la cuántica? ¿Por qué no encaja la geometría? Sin ellas quererlo desaparecen los limites, las derivadas, las integrales, y todas las demás cosas con nombre de alimento que puede encontrarse en cualquier supermercado que existen en las matemáticas. Se desvanecen las cuentas y las noches soñando con problemas de álgebra. Adiós a las gráficas, a las reacciones, a los procesos inversos, a las cosas que caen, a las que se atraen, a las que se olvidan, a los principios del universo, a los finales del universo, al universo mismo.
Las nuevas asignaturas tienen nombre tales como “lingüística”, “morfosintáxis”, “lexicografía” o “lexicografía”. Al principio sus lengüetitas se hacen un lío al pronunciar tales palabras: “lingüís..” y se paran, pensando en qué lío se han metido. No obstante, tienen esperanzas: sus lenguas son versátiles y musculosas, no tardarán en adaptarse a los nuevos términos. “Nada más difícil que Ununquadium y Ununnilium”, piensan.
Pronto lo consiguen totalmente. Se adaptan en sueños a la idea mucho antes de empezar las clases. Sus nuevos compañeros no piensan en gráficas sino en palabras, decir ahora cualquier cosa en cualquier lengua tiene más sentido que saber formular el cloruro potásico. Allí se sueña con viajes, con llenar los oídos de sonidos no maternos y las maletas de abrigos. Allí no se preguntará el por qué constantemente ni habrá una regla fijada para hacer las cosas. La objetividad muere, ¿por fin? La frustración matemática acaba, la tensión de la física y el asco de la química se desvanecen. Todos cantan canciones con pronunciaciones perfectas.
Los utensilios de análisis quedarán pronto olvidados, relegados a un rincón lleno de polvo. Las pruebas en laboratorios esterilizados se cambarán por la asepsia de la calle, donde explorarán bocas con los dedos cruzados creyendo no infectarse. Olvidadas y alejadas de toda ciencia demostrable crearán sus propias gráficas y estadísticas con saltos y límites imposibles. Harán saltar sus electrones a regiones no cuantizadas cada noche. Sonreirán creyéndose transformadas, en cierto modo purificadas al haber cambiado la dictadura de las químicas y las físicas por la anarquía de los recitales de poesía.
No obstante…
Las niñas se miran las manos, lo que sospechaban: aún son verde uranio.
(Sciences Girls For Ever)
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